Por: Anitzel Díaz (México)
Recuerdo el colchón en el suelo, nada es mas dulce que una habitación para dos, el pollo cocinándose, las flores en la mesa y tu mirada.
La hamaca en la sala, esa toalla de Coca puesta en un sillón para tapar los hoyos, las paredes despintadas, carcomidas. Un departamento viejo de la Narvarte, arriba de un mercado, con todos los olores, ruidos y sabores de éste. Toco el timbre y me recibes desde la ventana del baño con una sonrisa que ilumina tu cara. Te estás afeitando. Me estas haciendo saber que estás recién bañadito. “Sube”, me gritas y me lanzas las llaves. Te veo y lo disfruto, ese hombre es mío.
Subo, vengo de un largo día de trabajo en una tediosa oficina, con la peste a responsabilidad todavía pegada en mi vestido. Enumero todos mis pendientes en la subida. Mañana tengo que tener los presupuestos, llamar al diseñador, revelar las fotos, contratar a las edecanes, hacer el súper, pasar a la tintorería, hablarle a mi abuela, “pero qué alto vive este hombre, y sin elevador”, pienso. Llevo puesto ese vestido de cuadritos que sé que te gusta tanto, me lo puse fantaseando que te vería ese día y debajo aquello que me diste un día con una nota que decía “para cuando te haga falta, mi negra”. No estaba muy segura de verte ese día, tenía tanto qué hacer, pero qué cojones ¿por qué no?, me merecía el descanso. Subí por las escaleras, un olor dulzón envolvía el ambiente.
Pollo a la manzana, pensé... probablemente unos tostones y el siempre presente arroz congris. Los Van Van de fondo.
Eres tan diferente a mí, ¿qué hago aquí? ¿qué significa esto? Traes el olor y el sabor de la isla dentro. Eso fue lo que más me gustó de ti. Ese gusto a sal y libertad que tienes. Esa falta total de prejuicios, ese calorcito que tienes cuando bailas. Ese fuego que desprende la música, la comida, el arte cubano. Tú traes todo eso impreso en ti. En tus ojos está el candor, la desesperación, el ansia de algo más y la paz de saberlo todo. En tus manos está la creación, la pintura, el arte. Eres tan diferente a mí y me has enseñado tanto. Y ese no te demoro más cuando hablamos por teléfono.
Entro y sale corriendo ese español desarrapado y apestoso que es tu compañero de departamento. “¡Chao, guapa!”. “Y arriba”, me dice. Sonrío, desaparece. Entro y te veo con la toalla puesta, “ya termino”, me dices, “ponte cómoda, sírvete un vinito; hay algo en la cocina, y de paso podrías mover un poco el pollito no sea que se pase”.
Desde que entré al departamento lo supe. Todo olía a sexo y yo lo sabía, iba dispuesta. Habíamos estado jugando demasiado tiempo al gato y al ratón, y a mí la virginidad me pesaba. Aunque me hacía la difícil moría por ti. Saliste del baño y me besaste, dejándome un sabor dulzón el la boca, ¿albaricoques?, nos miramos, sonreímos. Platicamos de cosas sin sentido. Comimos, bebimos, alargamos la espera. Bailamos un poco, respiro dentro de ti, siento tu dureza, me marean tus ojos, me derriten tus manos. Buscas debajo del vestido, encuentras humedad y deseo. No puedo parar, no quiero parar, no voy a parar, no esta vez. Siento tus dedos reconocer mi cuerpo, tu boca, tus labios encuentran la miel, lames, sorbes. Tiemblas de deseo, te detienes en mis tetas, las gemelas las llamas, “las quiero para mí, quiero que sean mías para siempre”, me dices perdido en ellas. Yo estoy perdida y muerta de miedo, ¿qué sigue? ¿qué sigue?
Me tomas primero con toda la ternura de la que es capaz un hombre que ama, con ansias después. Lágrimas de saber algo perdido, después risa desenfrenada. Lamentos ninguno. Rumores, sonidos, tremenda felicidad. Cansancio sin sentido. Al final estallo puta, puta, deliciosamente mujer.
Al otro día me puse unas bragas limpias y fui por más y me encontré un cuadro de una mujer árbol, mis ojos, mi pelo, mi boca, mi cuerpo.
Con olor a sexo
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