Por: Javier Luján (España)
La buhardilla de la Rua das Palmeiras tiene una estrecha ventana, desde la que puedo contemplar la parte baja de la ciudad, recortada entre los tejados de las casas que van escalonándose, continuando la pendiente descendente de la colina. Desde hace tres meses vivo en esta parte alta de Lisboa, más allá de la Praça de Espahna.
Me gusta pasear y hacerme preguntas que dejo sin respuesta, en un silencio que las devuelve a la nada de donde nunca debieron salir. Y, continuando con Saramago, no puedo evitar recordar estas palabras: “Ciertas preguntas se hacen para hacer más explícita la falta de respuesta”.
He venido a esta ciudad tratando de alejarme de un sentimiento, de una enfermiza pasión que, pese a la distancia, sigue viva dentro de mí. Soy incapaz de apartarla de mi cabeza, de mis sueños, de las pesadillas que habitan mis noches.
Por las tardes recorro las viejas tabernas que aún se mantienen en píe. Es en ellas donde me nutro de la sangre que sigue circulando por mis venas. Bebo, copa tras copa de absenta, junto a los ancianos, quienes ya se han acostumbrado a mi diaria presencia entre esos azulejos blancos de las paredes y las gastadas barras de zinc. Sí, mi vida, en estos meses que llevo en la ciudad, se reduce a la absenta, los paseos y a este ritmo impredecible de encuentros con Glôria de una tarde, de una noche o de una semana entera. Sé que esto último no es lo más aconsejable para alguien que quiere escribir una historia de amor, donde ella no es, ni será, la protagonista; pero en cierta manera la necesito para no perderme, aunque sepa que la mejor manera de crear una obra es perdiéndose. Perderse para encontrar otra realidad, otro paisaje profundo.
Esta noche Glôria no está aquí. Apago la luz tratando de dormir, pero la angustia de saber que cuando la ciudad despierte, las luces se enciendan y escuche esos primeros pasos solitarios en el asfalto, me quedará un nuevo día por delante, lleno de horas vacías; y después una nueva noche con todos los fantasmas del pasado rondando a mí alrededor. Todo esto es lo que me impide dormir; pero de nada vale saberlo.
Me levanto y trato de escribir sobre la hoja en blanco:
“Desde esta terraza de “La Suiza”, en la que estoy sentado tratando de matar el tiempo y esta soledad, los aviones parecen descender en medio de la ciudad, entre el tráfico de los automóviles. Miro sin mirar, miro sólo viendo estas sensaciones fragmentadas que hielan mi corazón.”
Me asomo a la ventana. Sigue lloviendo. Gotas que resbalan por el cristal, distorsionando el otro lado de la calle. Llueve a ráfagas lluvia salada que irá a parar al mismo río en el que se hunde mi esperanza.
En la calle se oyen unos pasos acercándose, veo a Glôria distorsionada tras el cristal, está saludándome desde abajo.
Desde mi buhardilla
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