Mi tío El Gordo

Por: Damián Carrillo (Perú)

Contemplo el fluorescente del techo, echado en la camilla del hospital, mientras mi sangre llena la bolsa de donaciones.

La muerte no me gusta, me deja un horrible sabor en la boca. Estoy aquí para intentar combatirla.

La enfermera me dice que mi rostro le parece conocido. “Ojalá que no sea el de algún paciente terminal”, ella sonríe.

Mi tío Aurelio es el tío gordo que toda familia tiene que tener, ellos tienen la obligación de ser así, nadie quiere que adelgacen. Es el que te abraza fuerte, al que no le das la mano para saludarlo, él quiere un beso en el cachete. No importa que seas adolescente y te dé vergüenza besar a otro hombre en público, él te reclama: “¡Y mi beso carajo!”. Es el que se ríe fuerte, el que toma whisky, el mejor amigo de tu papá, el que te saca de cualquier problema, el que tiene como esposa a la tía más bonita.

Mi tío está grave. Todos los primos hemos venido a dar nuestra gota de sangre. Es bueno tener una familia numerosa, tienes un banco de sangre asegurado. ¿Cuando yo sea viejo y necesite sangre, ¿quién vendrá a donarla? Tengo que replantear mi idea acerca de tener hijos.

Antes creía que la sangre que uno donaba era usada en los parientes o amigos internados; entonces eso resultaba para mí algo heroico, una comunión de sangre. Pero luego me enteré que sirve para reponer la del banco de sangre; y es que el análisis de la sangre que uno dona demora aproximadamente tres días, y ni modo que el paciente espere por ella para resaltar nuestro heroísmo. A final de cuentas, también pienso que algo de uno se transmite por la sangre, y es mejor no ver reflejados mis gestos y temores en personas cercanas.

La bolsa de donación está llena, la veo de reojo con mi ojo derecho, no quiero observar cómo mi sangre se traslada por la cánula. Nunca he tenido problemas con donar sangre, ni con las agujas, mi umbral del dolor es alto. Pero ahora que Katrina ha vuelto, estoy cuidando que su amor no me debilite nuevamente, así que guardo mis precauciones. La enfermera retira la aguja de mi brazo, me ordena que guarde reposo. Se da media vuelta, espero que pase un minuto y me levanto. Ella se da cuenta de eso y se acerca corriendo. “Por favor, debes de recostarte mínimo diez minutos, te puedes marear”. Pero no es así, yo no estoy mareado, parece que todo ha vuelto a la normalidad, el efecto del amor no me ha menguado, me siento fuerte.

No me recuesto, me quedo sentado. La enfermera no quiere que me vaya, “precaución médica”. Vuelve a decirme que me conoce de algún lado. Permanezco callado.

- Bueno, te puedes marchar pero por hoy día nada de ejercicios fuertes.
- ¿Sexo?- le pregunto.

Veo que se intimida un poco, luego responde.

- De preferencia con alguien que tenga conocimientos médicos.

Me mira directo a los ojos. Mi cerebro carbura.

-¿ Sabes?, L lo que sucede es que hace cinco días vino mi hermano a donar sangre, y me estás confundiendo con él.
- Tienes razón, dile que me llame – me dice. Y apunta su teléfono en un papel.

Sé que Killer, mi hermano, me lo agradecerá.

Ahora no tengo tiempo para conquistas. No dejo de pensar en el estado de salud de mi tío, de repente ya ni siquiera es gordo, lleva más de cinco meses en tratamiento, está en cuidados intensivos y no lo puedo ver. Dios a veces me escucha, tengo que hablar con él.

Salgo del Banco de Sangre. Me encuentro con mi tía, la esposa de El Gordo Aurelio.

-Gracias, muchas gracias – me dice.

Recuerdo el entierro simbólico que hicimos de los restos de mi abuela, sólo con los parientes más cercanos. Al final mi padre agradeció a todos por asistir. “Oye cojudo, no tienes que agradecer a nadie, es nuestra obligación”,- le dijo mi tío El Gordo.

Así que yo me he adueñado de esa frase, y ahora se la digo a mi tía, la esposa del autor, claro, obviando la palabra cojudo.

Ya no dice palabras y sólo me abraza. Me despido. Mi tío está un poco mejor, pero sigue delicado. Le prometo a mi tía mantenerme en contacto para cualquier emergencia.

Camino por los pasillos del hospital, nuevamente siento el sabor de la muerte en la boca, como el que sentí la semana pasada cuando me enteré que Gustavo tiene un tumor en el estómago, el sabor que sentí cuando me avisaron que el hijo de tres meses de Alicia murió en su vientre. Retiro el algodón que pusieron donde hincaron la aguja, tiene algo de mi sangre, lo boto a un tacho, sólo espero que mi sangre no corra la misma suerte, no por mí, por mi tío.

Dios es mi amigo, y me dirijo a él como tal. Así que le digo que tiene suerte de no tener madre, porque si no, lo mandaría a la ¡concha de su madre! Pienso bien, y digo entre dientes: “¡ándate a la concha del universo!”.

Siento temor por lo que acabo de decir, he escuchado hablar de la ira de Dios.

Suena mi celular. Me avisan que el tumor de Gustavo no es cancerígeno. Una a favor de Dios.

Recuerdo que Dios no es rencoroso, que perdona nuestros errores, pero aún sigo molesto con él, por lo de Alicia, por lo de mi tío El Gordo, así que esperaré hasta el fin de semana para pedirle perdón.

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Relato incluído en el libro Desamor Mundano.

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