Por Cristián Berríos (Chile)
Diecisiete minutos después de que se sentara en una dura butaca de la estación ferroviaria, Joakín Santis Figueroa tuvo la sensación de que era observado. No tardó en comprobarlo. Desde la hilera del frente, ubicada justo en el asiento que confrontaba al suyo, una mujer de unos veinte años le miraba con el ceño apretado y sin pestañear. De inmediato pensó que la joven le confundía con otro y siguió vigilando los andenes. Segundos más tarde, se dijo que quizás sus facciones, comunes y corrientes a juicio de su esposa, bastaron para traer a la memoria de la desconocida un sabor amargo.
Como Joakín vivía sin hacer daño a nadie, lamentó muchísimo que esa joven le detestara sin conocerle un ápice; más aún considerando que ella poseía una belleza irresistible, casi indómita. Pero este encanto superaba lo propio de la carne, pues había un poder extraño que se desprendía de ella. Era un farol en medio de la neblina. Por un momento imaginó que el océano había tomado la silueta de una mujer.
Lejos de perderse bajo las penumbras de la estación ferroviaria, la cabellera de la desconocida bruñía al igual que una madreselva de oro puro, como un telar incandescente de luciérnagas. Ocultos en el iris de sus ojos, dos dragones verde agua arrojaban un fuego paralizante. Vestía una blusa blanca algo venida a menos y unos pantalones descoloridos; llevaba una mochila azul y unas botas sucias.
Cuando se dio cuenta que había caído presa de un hechizo, trató de desviar la atención hacia otra cosa ya que la joven no perdía detalle de sus gestos. A despecho de sus treinta y dos años se consideraba un tímido incorregible. La única mujer que había franqueado esta barrera era Mabel, su esposa, con quien se reencontraría esa tarde al cabo de tres largas semanas. No fue necesario que tomara la iniciativa. Como un disparo a quemarropa, la joven preguntó sorpresivamente desde su butaca:
—¿Usted sabe cuál es la función que cumplen las cucarachas?
—... ¿Perdón? —balbuceó Joakín atónito.
—¿Usted sabe cuál es la función que cumplen las cucarachas? —repitió la desconocida sin inmutarse.
Aún sorprendido, sólo atinó a comentar con una sonrisa:
—Es una pregunta muy extraña.
Pero al percatarse de que la joven aún esperaba una respuesta satisfactoria se apresuró en decir:
—Supongo que la función de ellas es comer desperdicios, y meterse donde no les corresponde... ¿o me equivoco?
—La verdad es que ignoro si acierta o no al pensar así —confesó la bella desconocida—, pero de algo estoy segura: ellas cumplen una función, y a cabalidad. Todos jugamos un rol dentro del orden universal, ese esquema maestro que a veces nos parece despiadado y caótico; pero que a la larga resulta perfecto. Si las cucarachas no existieran, sin duda habría un pequeño desequilibrio en el mundo. Quizás las hojas de los árboles serían anaranjadas, y pájaros y hombres formarían parte de una sola especie. Por otro lado esta función que todos desempeñamos es específica e irrenunciable.
—¿Específica e irrenunciable? —exclamó Joakín entre divertido e impresionado.
—Así es —aseguró la joven—, nadie podría atestiguar que las abejas están contentas con su labor, y que no elegirían, de tener otra opción, cavar túneles. Tampoco se puede dar por cierto que las termitas son felices taladrando la madera, y que no preferirían, en cambio, producir una miel exquisita y brillante. Sin embargo, podemos observar que estos seres han sido creados para llevar a cabo el trabajo que realizan, y que lo hacen hasta el momento de su muerte. Aunque siempre existe la posibilidad de que un día -puede ocurrirle no sólo a ellos, sino a usted y a mi)-, despierten dentro de un capullo y tomen un rumbo absolutamente impensado. Esto demuestra que no hay escape para nadie. Somos esclavos de nuestras moléculas.
Con entusiasmo, Joakín ingería cada palabra de la desconocida como un sorbo de vino añejo. Llegó a la conclusión de que nunca hubo un maestro en la Facultad de Ciencias dueño de tal elocuencia, ni mucho menos uno que poseyera la mitad del magnetismo de la desconocida. Lástima, porque de lo contrario se habría graduado y con honores.
—¿Y acaso la voluntad no nos hace libres? ¬—dijo luego de unos segundos.
—¿Y si la voluntad y la reflexión fueran instrumentos que permiten el cumplimiento de su función, o que, a la inversa, posponen sus actos para el momento indicado? —replicó la joven de inmediato—. Ya le dije, no somos libres.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó él.
—Geraldinne —contestó ella sin parpadear.
—Hay un marcado pesimismo en sus palabras, Geraldinne — dijo—, ¿y usted... ya averiguó cual es su función?
—Por supuesto —dijo la joven apretando el ceño una vez más—. Debo matar personas... hace mucho tiempo que pasé de las cinco mil.
Luego de contener el aliento por algunas centésimas, en espera de que la joven desistiera de su broma, o diera señas definitivas de demencia, Joakín exclamó:
—¡Me está tomando el pelo! Si en verdad fuera una asesina, ¿para qué me lo diría? ¿Qué me impide levantarme y denunciarla?
—Por favor, no se sienta ofendido —rogó la joven—, pero antes de que se pusiera usted de pie, ya estaría muerto.
—No veo que me esté apuntando con un arma —repuso él.
—No la necesito —explicó Geraldinne—, poseo la fuerza suficiente para doblar sus huesos como si fueran de paja; puedo separar mis partículas hasta virtualmente evaporarme en la obscuridad, y también moverme a una velocidad imperceptible para usted. Además, mi saliva es altamente tóxica en el organismo de los humanos.
—¿Y usted no es humana? —masculló apenas Joakín— ¿Entonces qué cosa es?
—Soy parte de una especie llamada Kaikai —dijo Geraldinne con su calma habitual—. En la cultura mapuche corresponde al nombre de una serpiente que dominaba los elementos. ¿Curioso, no? Mi propósito no es llegar al final del camino, sino eliminar a cuantos pueda en el trayecto para hacerlo más expedito. No tengo salida o alternativa alguna, ni mayor conciencia que un enorme cansancio. Nosotros -porque hay miles como yo-, cumplimos una labor que la gran mayoría de los hombres ha ignorado por siglos. Las enfermedades, los conflictos bélicos, y todos los males que la propia humanidad ha germinado, no han sido suficientes para controlar el crecimiento de su raza.
A esas alturas, Joakín no dudaba que la bella jovencita de cabellos dorados y ojos amplios como praderas estaba desquiciada. Pero no podía despegarse de su asiento. Aquella demencia era contagiosa y disipaba a los extraños que en torno a ellos se movían de un lado a otro.
—Hace un rato usted me dijo que todos desempeñamos un rol determinado —recordó Joakín.
—Y no dude de que es verdad —interrumpió Geraldinne—, pero mientras el destino abre un expediente para cada uno de los individuos, el orden, o la naturaleza si lo prefiere, no tiene contemplaciones, le da lo mismo disponer de miles de vidas sin importar a quienes pertenezcan. Luego produce lo que le falta.
—Si hay otros seres como usted —dijo él cada vez más inquieto—, ¿qué va a pasar cuando la raza humana sea insuficiente para la cantidad de exterminadores?
Por primera vez Geraldinne parecia dudar, pues una sombra se expandió por su rostro deslavado. En seguida dijo con frialdad:
—No crea que no lo he pensado. Posiblemente, si soy afortunada, comenzaremos a matarnos entre nosotros. En el peor de los casos, aparecerá en el planeta una nueva especie, al igual que nosotros salimos un día de la nada, para lanzarse implacablemente en nuestra persecución, como un azote más de los elementos. Poseo muy pocas respuestas. Usted mencionó la voluntad. Me gustaría descubrir que tuve un mal sueño, que la redención del mundo depende de las quimeras. Sería impagable descubrir una esperanza tras la flagelación, pero la verdad no me trae ningún alivio.
—Todavía no logro comprender por qué me cuenta todo esto —confesó Joakín mirando con desconfianza a Geraldinne.
—Le repito que estoy sumamente cansada, y que todos cumplimos una función —dijo ella encogiéndose de hombros—. Quizás la suya, aunque aún lo desconozca, sea buscarnos y acabar con nosotros. Cuando le vi sentado hace algunos minutos me di cuenta de que usted no es cualquier individuo. Hay algo inquietante tras su aparente debilidad y por un instante me hizo sentir muy insegura. Creo que le hace falta un estímulo, algo que desate su transformación. No se asombre si su vida da un vuelco repentino y arbitrario; recuerde que nada ocurre por casualidad. En cada una de nuestras acciones, y oculto en aquello que nos rodea, se halla un mecanismo rigurosamente perfecto.
Escapando del embrujo de la joven, Joakín escuchó que le llamaban a lo lejos. Era Mabel. Lucía más radiante que nunca, como en la época en que el mundo estaba sembrado de lechos y entre mil tesoros se elegía. Rápidamente buscó a Geraldinne en la butaca que tenía enfrente, pero estaba vacía.
Un alarido congeló su corazón.
El propósito
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2 comentarios:
Me encantó,muy buena narración y creatividad ,la historia atrae desde el inicio hasta el final y tambien la encuentro muy romántica.Me gustó.Gracias
Saludos desde Lima,Perú.
Felicitaciones para Berrios, el es un buen cuentista Chileno. Su cuentos a veces fantásticos no dejan de ser extremadamente profundos y enigmáticos desde el principio. Tampoco de sabe cuando y donde terminan, este es el encanto de su narrativa muy pulcra y organizada.
Anita Montrosis
Directora Revista Pluma Negra
y columnista Diario Dato Sur
Chile
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