Por: Isabel Barceló
- ¿Es ésta la copa de la que habla mi marido? – pregunta Sofonisba al esclavo. El muchacho, un joven de ojos asustados y tez oscura, responde con una afirmación. Sujeta con las dos manos la bandeja sobre la que brilla una copa de plata. Sus manos tiemblan ligeramente, como si estuvieran soportado un peso superior a sus fuerzas. La luz del sol penetra a través de la abertura de la puerta y oscurece aún más la penumbra en el interior de la tienda de cuero. Fuera se oye conversar y discutir a los soldados mientras aplican aceite a sus armas para que no se oxiden. De vez en cuando estallan risotadas y maldiciones, un vozarrón que exige a gritos algo de beber y más risas. La reina Sofonisba permanece en pie, sujetando en la mano el mensaje que le ha enviado su marido.
- Déjala ahí – dice señalando una mesita – y márchate. Di a mi doncella que venga enseguida.
Se sienta en el borde del lecho y se cubre la cara con las manos. Su cabellera negra cae sobre los hombros formando ondas que se mueven, como un mar nocturno, a impulso de sus sollozos. ¡Qué terrible es la guerra! ¡Cómo transforma la existencia en el curso de unas jornadas o unas horas!
Desde que su primer marido declaró la guerra a Roma, el suelo de África está sembrado de muertos. Hace apenas ocho días, los soldados asaltaron y saquearon su palacio. Irrumpieron en sus aposentos, mataron a sus esclavos y violaron a sus criadas antes de degollarlas en una orgía de furor y sangre. A ella y a su vieja nodriza las arrastraron fuera del cuarto y las maniataron. No las salvaron de la muerte por piedad o respeto, sino para exhibirlas como si fueran alimañas en un gran desfile por las calles de Roma.
Cuando le anunciaron que era prisionera del rey Masinisa de Numidia, la reina creyó ver una luz dentro de su desgracia. Cierto que Masinisa era aliado de Roma pero, a la postre, su reino estaba en suelo africano. Al ser conducida ante él, sin atreverse a mirarlo, se arrojó a sus pies.
- Rey Masinisa – le dijo – Sólo soy una mujer y, como ves, no empuño armas ni visto armadura. No he declarado la guerra a nadie; no soy enemiga tuya ni de Roma. Mi único delito es ser la esposa del hombre contra el que estás luchando, y me casé con él porque así lo dispuso mi padre. ¿Ha de pagar una mujer por las acciones de los hombres de su familia? No te pediré clemencia, pero sí te suplico que no me entregues a los romanos ni a sus ritos deshonrosos. Si crees que merezco un castigo, decídelo y aplícalo tú mismo. Y si es la muerte, que sea digna y de acuerdo con nuestras costumbres.
Después de unos instantes eternos, una mano sujetó con suavidad su barbilla y le hizo levantar el rostro. El rey Masinisa la contempló con detenimiento. Se detuvo en sus lágrimas y las siguió mientras se deslizaban por sus mejillas. Le miró la boca, el cabello que la envolvía como una aureola. Se fijó en su cuello y sus pechos, en sus caderas redondas y tiernas. Sus ojos brillaban cuando se encontraron con los de la prisionera.
- Te protegeré, reina Sofonisba – respondió – Soy aliado de Roma, así que sólo convirtiéndote en mi esposa podré salvarte.
¿Qué otra solución se le ofrecía? La reina decidió aceptar.
Aún está caliente el lecho sobre el que se consumó su matrimonio y fue escenario de noches ardientes, combates amorosos sazonados con palabras de amor y de pasión, promesas de devoción eterna. Sin embargo, los dos últimos días Masinisa ha estado esquivo. Los romanos lo han llamado varias veces a su campamento y Sofonisba ha leído preocupación en sus ojos al volver de esas reuniones. Sus caricias no han sido acogidas con la satisfacción de costumbre. A oidos de la reina han llegado rumores preocupantes: los romanos insistían en que ella y su familia eran enemigos encarnizados de Roma y debía ser conducida como prisionera a esa ciudad para que el pueblo romano la juzgase y decidiera su suerte.
El mensaje que acaba de recibir de su marido confirma sus temores. Al oir los pasos de la nodriza, Sofonisba se descubre la cara. Las lágrimas han dejado un rastro enrojecido en sus párpados y sus mejillas.
- ¿Qué tienes, mi reina? – le pregunta la anciana – No me gusta verte triste. ¿Qué pensará tu marido, si lo recibes llorosa?
- Tienes razón, querida mía. No es nada. Prepárame las joyas y la túnica púrpura. Esta tarde quiero estar especialmente bella.
La nodriza no deja de charlar mientras le cepilla el cabello. Le ayuda a colocarse el vestido, ajusta el cinturón a su talle y le calza las sandalias bordadas en oro. Completa el ornato con brazaletes, anillos y un collar de lapislázuli que le cubre todo el pecho. La anciana da un paso atrás para contemplarla. Adora esos ojos almendrados y negros, la suavidad y firmeza de su carne joven, el porte regio de su querida niña. Se acerca de nuevo para arreglarle un piegue de la túnica y se despide con una sonrisa.
Sofonisba se acerca a la mesita y con ambas manos toma de la bandeja la copa de plata. Su marido ha sido claro en su mensaje: muy a su pesar, debe entregarla a Roma. Y ha tenido la gentileza de enviarle una copa de veneno para que se la beba si quiere escapar a esa humillación: la decisión es suya.
- A ti me entrego, muerte – murmura la reina cerrando los ojos – Tu beso es mil veces más leal que las promesas de los hombres.
Mira el brevaje durante unos instantes antes de llevarse la copa a los labios y apurarla. Luego se tiende en el lecho y cubre su hermoso rostro con un velo.Desea que la muerte llegue con la mayor dignidad y la despose como a una novia,
* La reina Sofonisba murió el año 203 a.C
La decisión de la reina
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