Alienación

Por: Emanuel Simo (Argentina)

“Uno, dos, Freddy viene por ti
tres, cuatro, cierra la puerta
cinco, seis, toma el crucifijo
siete, ocho, mantente despierto
nueve, diez, nunca más dormirás”…


Se sentó sobre aquel lugar al que allí también llamaban cama. Se había sacado toda la ropa. Con el cuerpo desnudo y la mirada perdida, se balanceaba, mientras volvía a cantar esa vieja canción e imaginaba sus próximos pasos…

De vez en cuando recordaba la niñez. A veces pensaba en su familia. Cada tanto, su madre también recordaba su existencia; aunque hubiese deseado poder olvidar. Después de ese último episodio, había podido entender todo, pero ya era tarde.

Anabel y Efraín eran hermanos. Ella era dos años más grande que él. Muchos años después, su madre recordaría que desde el día en que supo de la existencia incipiente de su hermano, ella lo odió tan intensamente como sólo pueden hacerlo los niños. Luego de anunciada la noticia, Anabel empezó a orinarse en la cama.

Como era de esperarse, meses después su padre la llevó al hospital para que conociera a su hermano. Ella hubiese querido regalarlo, pero sus padres le explicaron que su hermano no era una mascota de la cuál podían deshacerse a su antojo. Además, ellos parecían estar muy contentos y el contraste con su bronca se acrecentaba al ritmo de sus celos. Anabel supo tempranamente lo que era odiar.

Los años pasaron, como suelen hacerlo, sólo para empeorar. Los juegos que ella proponía a su hermano nunca satisfacían sus verdaderos planes. Es que hasta los mejores planes suelen fallar.

A Efraín, su hermana lo divertía. Ella ingeniaba las aventuras más exóticas que uno pudiera imaginarse. Sus padres no calificaban de esa manera los juegos ya que, constantemente la reprendían por ser demasiado riesgosos. Él reía a carcajadas cuando salía airoso de los desafíos planteados por su hermana. Ella siempre terminaba terriblemente enojada, y él empezaba a entender por qué.

Una vez se quedaron solos. Ella tenía trece años, él tenía once. Anabel tenía miedo y quería que él también lo tuviera. Ella se temía así misma, porque sabía bien lo que era capaz de hacer. La crueldad crecía en ella sin obstáculos. El dique se desbordaría pronto y arrasaría con todo.

A veces uno desea algo, lo planea detalladamente y no resulta. Otras veces las cosas se dan espontáneamente, sin que uno se las proponga. Esta vez, las casualidades estaban de su lado. Encendió el televisor y vio que pasarían una de las pesadillas de Freddy Krueger. Ya sabía qué era lo que tenía que hacer. Obligó a su hermano a ver la película con ella, imponiendo la condición de no taparse los ojos en las partes más terroríficas. Anabel lo amenazó y lo condenó al silencio. Esa había sido la primera condena, luego vendrían muchas más. Ella le dijo que los secretos entre hermanos morían entre hermanos, pacto de sangre remarcó, y él le creyó. Lo de “sangre” pareció interesarle demasiado.

La noche llegó y, como era previsible, él no podía dormir. Las horas pasaban y en su mente las escenas de la película no paraban de aflorar. Su padre era policía pero, según había visto en la película, contra Freddy ningún padre podría. Escuchó a su hermana abriendo lentamente la puerta. Vio su figura deslizándose sigilosamente hacia su cama. La escuchó: “uno, dos, Freddy viene por ti…”. Ella le cantaba con una voz extraña, que no era de ella pero que no era de nadie. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Efraín. Los labios temblaban y agitaban las lágrimas que empezaban a acumularse en sus ojos. Sus oídos le dolían, no soportaba escuchar esa música tétrica que le escupía su hermana. Ella saltó sobre él, le tapó la boca con una mano, mientras la otra apretaba su cuello. Vio en el rostro de su hermana los ojos de una serpiente, escuchó en su risa cruel a las hienas, sintió en sus manos las arañas. Todo era demasiado real, tanto que su hermana parecía poseída, transformada en un ser que no era ella.

Anabel no supo que él también jugaba, que él sabía de sus intenciones y eso alimentaba las suyas; ella no sabía que seguirle la corriente era parte de sus planes.

Las escenas se sucedieron una tras otra como si se tratara de un cortometraje. Efraín clavó el crucifijo en uno de los ojos de víbora de su hermana. Anabel lanzó un alarido tan fuerte, que lastimó su garganta. El padre corrió a la habitación del hijo intuyendo lo peor, creía que Efraín era atacado. Apenas entró, vio un bulto sobre su hijo, y no dudó. El ruido de la pistola fue un grito en la noche oscura. Había disparado dos veces sobre ese bulto que un segundo después supo que era su hija.

Lo que sucedió después era predecible. El padre no tuvo otra opción más que el suicidio. Los dos familiares muertos estaban tendidos frente a Efraín que reía como un loco.

La justicia ordenó que fuera recluido en el manicomio. “Peligro para sí mismo o para terceros” dijeron las pericias psiquiátricas.
Efraín vivió ahí durante años, que es lo mismo que morir. Su madre no se olvidó de él, pero su recuerdo era una blasfemia. Su hermana y su padre se pudrían en el cementerio y alimentaban a los gusanos.
Pero ese día, Efraín sentía que todo cambiaría. Mientras cantaba la canción, se le ocurrió que el tiempo era una construcción falaz. Tenía la certeza de que ese día todo empezaría. Se vistió de una manera completamente diferente, como lo hubiese hecho Anabel, peinó su cabellera hasta parecerse demasiado a su hermana y se escapó del manicomio para buscar un nuevo hermano.

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