Por: Rober Paz (España)
Imagina la típica cena de Nochebuena.
Quince invitados que abarrotan los setenta metros cuadrados del apartamento de tus padres. La familia al completo reunida en torno a la mesa. Personas de la misma sangre que son casi desconocidos pero que juegan a profesarse cariño mutuo. El cuñado gracioso y sus vástagos que ya se parecen peligrosamente a él, la tía del pueblo que monopoliza el cuarto de baño y tu prima. Esa prima que hace que te sientas como un amoral por replantearte ciertos tabúes. Pero la abuela se ha currado la cena y es mejor poner buena cara. Así que Martín, Martinín para todos en esa cena, decide creerse que aquel es un momento entrañable, y sonríe. Sobretodo a su prima.
Imagina que en mitad del asado te suena el móvil. Te llama un amigo, desde urgencias. Martín siente como el estómago le da la vuelta, siente ganas de vomitar. Para una vez que le toca la parte churrascada del cochinillo, tiene que abandonar la cena a toda velocidad, apenas sin tiempo para lavarse las manos. Pero evidentemente eso le importa poco. Lo único en lo que piensa es en llegar a tiempo al hospital.
Si te has imaginado todo esto, ya puedes comprender por qué Martín conduce a ciento ochenta su Audi TT por mitad de Madrid. En su cabeza resuenan las palabras de Paco, su amigo del alma: “La pobre está hecha migas, es cuestión de vida o muerte. Colega, date prisa”. Su zapatilla humilla el acelerador sin piedad, como si le estuviera pisando el cuello al hipotético asesino de su madre, sólo rebajando la presión cuando hay que tomar alguna rotonda. Nada de tocar el freno. Por suerte las calles están prácticamente vacías.
Martín aparca en el primer hueco que ve y sale a toda prisa del coche. En la puerta de urgencias le está esperando Paco. Allí está, con su uniforme de enfermero y su cara de empollón que no ha roto nunca un plato. Más o menos como Martín. Dos chicos ejemplares que siempre han estado juntos en todo. Y en esto también.
—¿Qué ha pasado tío?— pregunta Martín mientras atraviesan el hall.
—Un accidente de tráfico.
—No jodas.
—Sí, colega. Al parecer se saltó un stop.
—Me cago en todo, ya la vale.
Caminan apresuradamente por lo que parece un intestino gigante pero que en realidad no es más que un pasillo enorme que se repliega una y otra vez sobre si mismo. Es nochebuena y hay poca gente trabajando. No se oye nada. Sólo el ruido de los zuecos de Paco y el rechinar de las zapatillas nuevas de Martín sobre el suelo recién encerado. Al cabo de tres minutos de caminata un cartel les indica que están en el área de cirugía. Sobre uno de los mostradores que permanecen desiertos, descansan diez o doce botellas de vino y sidra totalmente vacías. En el interior de un cuarto de personal, alguien alza la voz entre silbidos y carcajadas para proponer un brindis. Martín decide no pensar en aquel momento en lo inquietante que resulta el binomio cirugía y botellas de alcohol vacías.
—Es aquí— dice Paco señalando una puerta verde. Pasa tranquilo, sólo puedes verlos tú por el cristal. Así no se ponen nerviosos.
—¿Vienes luego a buscarme?
—Sí, antes de que terminen. No te preocupes. Venga pasa.
Martín obedece a su amigo y entra en la habitación con el corazón desbocado. Una enorme ventana ocupa todo el lateral de la derecha. A través de ella se puede ver lo que sucede en el quirófano contiguo. Martín toma aire, se limpia el sudor de la frente y se sienta en uno de los bancos que hay dispuestos en forma de grada y que normalmente son ocupados por estudiantes de medicina. Está nervioso, algo mareado. Sus ganas de vomitar se multiplican cuando en uno de los plasmas ve la cara de la mujer que está tumbada en la mesa de operaciones. Una cara que no ha visto en la vida.
Martín se abre la clásica chaqueta de tweed que llevan los chicos formales y saca una pequeña videocámara. Por un segundo el remordimiento le puede, pero finalmente se convence a si mismo de que no está haciendo nada malo. El razonamiento es sencillo: si hay demanda, tiene que haber oferta. Al menos eso es lo que le enseñaron en la carrera de económicas. Él no deseaba que aquella mujer se saltara el stop. Si pudiera hacer algo por salvarle la vida, lo haría sin dudarlo. Pero el caso es que no puede hacer nada, salvo documentar el momento de la muerte. Porque la pobre está jodida.
No, sólo es material. Es un buen material. Martín, Martinín para su familia, enfoca el rostro de aquella desconocida y pulsa el botón de rec.
Buen material
21:09
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3 comentarios:
¿Cómo se puede ser tan sinvergüenza?
Tony y tú parecéis los "bluesbrothers" por Huertas...
- & -
¿Algún blog donde pueda leerte?
- & -
No hace falta que ejerzas de T.S.
Yo puedo darte material...
Era el señor de los Blogs literarios, pero lo he cerrado todos (o eso creo). Por lo tanto material online no tengo, pero sí una novela que acaba de salir del horno que necesita ser pulida con opiniones despiadadas.
Cachis diez.. y yo sin pasarme por aquí, dando por hecho no verías mi comentario, a pesar de la insitencia - por pura torpeza, by the way -.
Me tachan de despiadada ( bueno, me tachan, en general, pero eso es tema aparte); brutalmente incisiva o toca.. en mis ´inocentes´ comentarios sobre lo que sea, en la vida,...así que si aceptas el reto, yo la invitación.
Dónde y cuándo?
Si te es más fácil: eyeswhiteshout@gmail.com,
o soanvicious@gmail.com
Thanks.
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