Scotch in the air

Por Cristina Civale (Argentina)

No supe el nombre ni lo iba a saber. El infierno lo quema todo. Aquello ocurrió en un viaje casi histórico, cuando todavía se podía fumar arriba de los aviones. Él llevaba una camiseta anaranjada y olía a sudor viejo, a whisky y a cigarrillo negro. Una mezcla inquietante, o al menos atendible, si se hubiese tratado de un tipo acodado en la barra de un bar de tragos. Pero no lo era.

Él iba a convertirse en mi compañero de viaje durante doce horas en un vuelo sin escalas desde Buenos Aires a Madrid.

Yo ocupaba el asiento del pasillo, obtenido en una transa de último momento con la expendedora de asientos del aeropuerto Pistarini. Hubiese preferido cruzar el océano entre quienes descartaban el cigarrillo como una alternativa de vida. Pero me pareció una mejor opción un pasillo fumador que un asiento central, rodeada de sanos, pero rodeada y, sobre todo, apretujada.

Cuando me monté al avión nada me hacía pensar en su aparición. Creí que yo había sido uno de los últimos pasajeros en subir y cuando llegué a mi asiento me encontré con que, del lado de la ventanilla, una boliviana con residencia en Zürich mostraba la misma miserable ansiedad que yo para que el asiento que nos dividía continuase vacío.

-Si no se sienta nadie, podemos turnarnos para estirar las piernas- me propuso.
-Por supuesto, pero antes de dormir podemos apoyar los bolsos. Me cansa tener que abrir el locker cada vez que necesito algo.
-Yo ya necesito abrirlo. Me olvidé el libro –recordó la boliviana mientras se levantaba y me obligaba a moverme para despejarle el paso.

Siempre pensé que un autobús preferencial es más cómodo que un avión en clase turista. Esos forcejeos incómodos me lo recordaban cada vez que viajaba, mientras pensaba si alguna vez en la vida iba a tener el dinero suficiente como para comprarme un boleto en primera clase, o al menos en business.

En estos devaneos frívolos me encontraba mientras la boliviana sacaba su libro, cuando llegó él con su olor mezclado y su camiseta anaranjada. Tuvo que pasar por encima de mí y lo miré mal. Aunque hubiese olido a jazmines, de todos modos me hubiese molestado. Cualquiera que se hubiese sentado allí -hombre, mujer o niño- habría contado con mi desprecio. La sola idea de su existencia me fastidiaba y, estoy segura, a él -hediondo y sucio- no se le escapó mi fastidio. La boliviana volvió a sentarse y todos tuvimos que pararnos. Ella y yo cruzamos una mirada cómplice. El intruso había desplumado nuestros sueños miserables de comodidad barata.

A los pocos minutos de su llegada, se anunció el despegue y cada uno se ató al asiento con el cinturón de seguridad.

-Perdón, me parece que tomó parte de mi cinturón -le gruñí a él, sintiendo que eso ya, para empezar, era el colmo de la torpeza.
-Je m’ excuse -me respondió, seco y sin sonreírme, delatando que era francés.

Inmediatamente remedió su error y me dio la parte de la cinta que me correspondía mientras levantaba su culo chato para buscar la suya que, luego de tantear a ciegas en el asiento, por fin encontró.

Bastó esa confusión para que se encendiese aún más mi fobia y mi intolerancia. Y como una perfecta masoquista no pude evitar estar todo el viaje pendiente de sus movimientos, aunque sólo fuese para corroborar que tenía razón en mi desprecio probablemente desmedido.

Me calcé los auriculares que entregaba la línea aérea para escuchar música o seguir las películas proyectadas en una pantalla minúscula. Los clavé en un canal donde sólo pasaban clásicos de todos los tiempos. Recién cuando me sentí acomodada, completamente apoltronada en mi asiento barato, lo empecé a espiar. En el canal musical sonaba una de Sinatra, The lady is a trump.

Él encendía, prácticamente, un cigarrillo tras otro. Quizá haya sido en su quinto cigarrillo cuando sacó del bolsillo interno de su saco un pequeño libro. Se trataba de una novela negra, cuyo nombre exacto no recuerdo pero que me pareció italiana por el apellido del autor, un tal Malmetti, creo.

Cuando sirvieron la cena la devoró con poca delicadeza, masticando con un ruido sordo y limpiándose la boca con el revés de la manga de su camiseta y no con la servilleta. No tomaba agua ni vino. Había pedido una botellita de whisky.

-Black Label- le ordenó a la azafata.

Todos sus gestos probablemente resultaban exagerados por mi intolerancia y así fue como tuve que reprimirme para no chasquear la lengua -ese horrible sonido que hacen quienes no soportan una situación- cuando terminó su cena y le pidió a la azafata otra botellita de whisky “con un vaso de hielo, por favor” y un escarbadientes.
Los escarbadientes siempre me dieron mucho asco, de modo que apenas se puso uno en la boca me levanté automáticamente y me encerré en el baño más cercano que, por suerte, estaba libre. No quería volver a mi asiento. Dado que me demoraba más de lo habitual, una azafata –previa queja de varios pasajeros que hacían fila- vino en mi rescate. No tuve más remedio que salir ante la mirada suspicaz de los de la cola. La azafata me confirmó que el avión volaba con su capacidad colmada y que no había ningún otro asiento disponible. Como habían empezado unas suaves turbulencias, tampoco me pude quedar de pie.

Al volver a mi asiento, ya habían retirado las bandejas y acababan de apagar las luces generales. Él tenía su libro en la mano, el vasito de plástico con restos de whisky y hielo, y su luz personal encendida. Aunque su luz invadía mi asiento y el de la boliviana, yo no tenía derecho a quejarme, para eso estaban esas luces, para que cada pasajero las usase sin molestar a los demás, aunque eso en la práctica jamás ocurriese.

Me senté mirando ostensiblemente malhumorada primero a la luz y luego a él e intenté dormir. Me puse de costado, con la cara hacia el pasillo y dándole la espalda. Acurrucada en mi asiento, me tapé toda la cara con la manta roñosa de la aerolínea, en señal de clara protesta. A la luz, que igual se filtraba, se sumó el rasgueo monótono de las hojas de su libro y su garganta tragando el whisky. Ambos sonidos me impidieron conciliar el sueño mucho más que las turbulencias que sacudían el avión.

En algún momento impreciso, por fin logré dormitar y tuve un sueño con él: algo absurdo. Teníamos sexo mal, como a la fuerza, por su fuerza, en el baño, mientras él bañaba mi cuerpo con el whisky que descartaba de varias botellitas. El baño era el mismo donde me había escondido un poco antes. Yo me encontraba arrinconada contra la puerta y cuando él acababa me acariciaba con ternura la cabeza y lamía el whisky de mis pechos. Yo quedaba embarazada y cuando salíamos del baño ya tenía una panza como de seis meses. Regresábamos a nuestros asientos donde lo despreciaba todavía más, sobretodo porque mi nuevo estado me hacía sentir aún más incómoda. Violada, inflada, arrinconada. Él me tomaba de la mano y me miraba con ternura, sonriendo con su boca de labios finos que emanaba un tibio hedor de whisky, a la vez que se veía adornada por el escarbadientes. No puedo afirmar ahora si fue la visión violenta del escarbadientes junto a la idea del olor ácido de su boca, o la voz de la azafata, lo que me despertó.

-Quienes no tengan ajustados sus cinturones, por favor háganlo.

Abrí los ojos, asustada, preguntándome qué significaba todo eso. El avión realmente temblaba y hacía que todos nos sacudiésemos.

Lo busqué con la mirada. Tenía el cinturón ajustado y parecía tranquilo, lejos de los avatares de mi sueño-pesadilla. La boliviana vomitaba en las bolsitas adosadas para esos fines. El resto del pasaje se movía con nerviosismo.

-Pongan la cabeza entre sus piernas y protéjanlas con las almohadas -continuó la azafata-. Vamos a intentar un aterrizaje de emergencia.

Hubo un segundo de silencio y enseguida el avión se llenó de sonidos aturdidos, causados por la incertidumbre de todos los pasajeros.

Ahora era el piloto el que hablaba:

-Traten de mantener la calma, por favor. Buena suerte.

Me encontré llorando como una nena, mientras torpemente trataba de obedecer las instrucciones. La cabeza, la almohada y la calma, todo eso no evitaba que notase cómo el avión quedaba fuera de control.

¿Aterrizaje forzoso? ¿En el medio del océano? ¿O acaso lo harían en una isla de por ahí? No me atreví a preguntarle a nadie. No hay finales felices para estas historias.

-No tengas miedo- me dijo él en un español con marcado acento, como si hubiese leído mi pensamiento aterrado.

Y no tuve miedo. Quizá haya sido por la suavidad de sus palabras o por la inesperada tibieza de su abrazo.

El avión cayó indefectiblemente. Se estrelló o se hundió en el océano. ¿Quién sabe? Ahora recuerdo todo desde un sitio que arde donde a él no lo encuentro. ¿Estoy adentro de un colapso cerebral, de una trombosis múltiple, de una tumba? Es igual. Extraño su olor mezclado -que ahora me parece un aroma delicioso-, el rasgueo de su libro, su frase final, exacta y suave, ese remanso sabio, preciso, único. La fuerza de esos brazos que prometían salvación y no tuvieron tiempo de nada. Y ese olor ácido que me protegía del miedo.

Pero más que todo, lamento las horas anteriores, el tiempo inútil que desperdicié odiándolo, cuando ni siquiera pude preguntarle cómo se llamaba. Y ya no podré saberlo, el ardor me enceguece. Desaparezco.

2 comentarios:

Emanuel Simo dijo...

Bienvenida compatriota, excelente debut en KALA, el suyo.
Me gusta como describís las situaciones, uno puede sentir el olor del francés, e irritarse tanto con vos.
Me quedé pensando... será que uno no se aferra a las personas sino al momento en el que llegan a nuestra vida? La misma persona que el amor nos hace necesitar, tal vez, de aparecer un momento antes o un momento después, nos resultaría indiferente...
Esperaré por más de tus relatos, por que te este me gustó mucho. Saludos,
Emanuel

Anónimo dijo...

Me gustó buen relato , y sí a veces uno por prejuicios pierde el tiempo en vez de aprovechar el momento...pero es lindo viajar . Gracias
Desde Lima,Perú