Por Hugo Izarra (España)
La primera vez que salí de Arizona era un mocoso de once años. No fue un viaje de placer, sin embargo. Mi padre llevaba entonces una representación de productos cosméticos junto a su socio, Hinoiri Aihara. Hinoiri era un viejo marica japonés que vivía obsesionado por la glicerina y las propiedades beneficiosas del aceite de anacardo.
Cuando Hinoiri enfermó, mi padre decidió llevarme con él a California. Sólo necesitaba un ayudante para un par de días, alguien que portease los catálogos de Cosméticos Aihara y no hiciese demasiado ruido, así que yo era su hombre. A cambio, podría conocer Los Angeles y tomar el sol como un lagarto en sus blancas playas de arena fina, bañadas por el infinito océano Pacífico.
Sonaba bien. Sonaba a cosa de adulto.
Era verano. Cruzamos San Bernardino de madrugada, huyendo del castigo excesivo del sol de medio julio, a bordo del viejo Camaro que tío Frank regaló a mi padre. Era una máquina egregia, de color borgoña, con algunas abolladuras en la parte delantera, reluciente cuando se lavaba. Uno de esos coches que te hacen sentir importante.
La radio nos acompañó todo el camino. Ni a mi padre ni a mí nos gustaba demasiado hablar, especialmente si teníamos que hacerlo el uno con el otro, así que nos dedicamos a escuchar con falsa atención las emisiones nocturnas de las cadenas locales. Acabamos un poco cansados de John Denver y de sus “Country Roads”. Y de la música country en general.
Llegamos a Los Angeles con las primeras luces. La ciudad despertó blanca y brillante con ligeros destellos de azul. Transmitía una rara pureza difícil de describir. El aroma intenso del mar inundaba el olfato e infundía vida, como un reconstituyente. Era una sensación totalmente nueva. La humedad, el olor a salitre, el rumor de vida acelerado, todo aquello contribuía a despertar en mi interior una excitación irracional.
El asfalto ardiente de Venice Beach despedía una densa capa de vaho que hacía adivinar el horizonte como un oasis frenético de civilización y palmeras. El cielo era cada vez más azul. Mi padre encontró un sitio para aparcar en un callejón que daba a la avenida principal, cogió unos cuantos catálogos del maletero y salió a recorrer tiendas en busca de clientes. Mientras tanto, yo me senté en un banco frente al mar.
Con el paso de las horas, la playa se fue convirtiendo en un hervidero de gente grotesca: gordas inmensas paseando mascotas enanas, chinos famélicos montando en bicicleta, una excursión de viejos vestidos de explorador... No se veían cosas así en Yuma. Comprobé que alguien me observaba con atención desde detrás de un arbusto. Era un hombre de mediana edad, gordo y con aspecto de mendigo. Se acercó con sigilo al banco y se sentó. Llevaba un abrigo tan largo como sucio y unos guantes de lana cortados a la altura de los nudillos que permitían ver las puntas de sus dedos ennegrecidos.
—¿Cómo te llamas, chico? —me preguntó con la mirada perdida.
—Bob... —le respondí— Bob Ochmoniak, señor.
—Óyeme, Bobby, voy a necesitar que me ayudes. Verás... —farfulló, bajando la voz— resulta que estos tipos me persiguen. Me buscan desde hace tiempo porque quieren algo que sólo yo tengo. ¿Me sigues?
—Sí, señor.
—Bien... Lo único que necesito es a alguien que esconda lo que buscan, antes de que ellos vengan para quitármelo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Puedo confiar en ti, Bobby?
—Ya lo creo que sí, señor.
El hombre introdujo la mano en el bolsillo interior de su abrigo y sacó un fajo de papeles arrugados que olía a sudor y a fritanga. Eran hojas de apuestas deportivas Ladbrokes escritas por las dos caras. Las miró por última vez antes de meterlas en mi puño y me hizo prometerle que no hablaría de aquello con nadie.
Estaba a punto de responderle que sí cuando sentí que alguien lo levantaba por la espalda. Era mi padre.
—¿Qué hacías con mi hijo, maricón? —dijo mientras lo empujaba.
El mendigo cayó al suelo y comenzó a aullar y a pedirme que corriera. Yo permanecí allí estático, lleno de rabia, sin poder hacer nada.
—Querías follarte a mi hijo, ¿verdad? —gritaba mi padre delante de todo el mundo— ¡Yo te daré tu merecido!
La gente formó un corro alrededor de los dos, jaleando a mi padre. El otro hombre lloraba como un niño y creo que yo también lloré. No tenía nada que hacer. Mi padre lo dejó allí tendido sobre el asfalto, sangrando como una rata, felicitándose por su valor.
Vino hasta donde yo estaba y me arrancó los papeles de la mano. Los rompió en pedazos y los tiró junto al mendigo, satisfecho. Los estúpidos que se habían congregado junto al banco le aplaudieron. Jamás había sentido tanto dolor. Le grité con todas mis fuerzas, como sólo un niño de once años puede gritar:
—¡No vuelvas a hacer eso, maldito hijo de puta!
Y me juré que jamás le perdonaría por aquello.
No vuelvas a hacer eso, maldito hijo de puta
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3 comentarios:
La descripción del paisaje me relajó y me transportó hacia el lugar , excelente¡¡¡.
Es cierto que a veces las actitudes de los padres inconcientemente hieren a los hijos,es un punto muy importante que lo tomaré en cuenta para un futuro..quizás . Me gustó.Gracias .
Desde Lima,Perú.
Los padres miran la vida con ojos de padre, ése es el problema. Que no entienden que los niños no están aún tan pervertidos como ellos.
Gracias a ti, Raquel, por tomarte la molestia de leerlo.
Muchas gracias, Julio. Han tenido que pasar un par de años para que leyese tu mensaje.
Espero poder hacer algo con todos estos textos algún día. Será buena señal.
Abrazo.
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