Por: Claudia Ávila (México)
Por tercer día consecutivo, me levanté de la cama sin haber podido dormir en toda la noche. Cada vez que había estado a punto de conciliar el sueño me devolvían a la realidad las palabras escritas en su último e-mail. El amor de mi vida –de quien prefiero guardarme el nombre-, se había dado cuenta de que no me amaba tanto como decía. Mi carita de muñeca, como él la llamaba, le había aburrido, y al parecer no encontraba ya interesante compartir su tiempo conmigo. Le pareció fácil explicármelo en un frío correo electrónico.
Mi cuerpo aterido, no por el frío, sino por el dolor que emanaba de mis entrañas, apenas respondía a los impulsos de mi cerebro. Me habían quitado lo más preciado: el corazón y los sueños. Fue entonces que pensé en un remedio que seguramente me ayudaría a distraerme un poco: limpiar la casa. Pensé que con eso lograría sentirme un poco mejor, porque limpiando, de alguna manera las huellas de su paso por ahí desaparecerían con la fuerza del cloro y de los distintos productos que acostumbraba utilizar. Cuando terminé la casa quedó impecable, los pisos brillaban, los cristales de las ventanas parecían invisibles y no había prenda que no hubiera pasado por la máquina de lavar: mi necesidad se había convertido en obsesión.
Pero todo fue inútil. El dolor que sentía por su desprecio y por su ausencia, era como un calor insoportable y mortal que seguía surgiendo desde mis adentros. Limpiar la casa no había sido suficiente porque su huella seguía en mí, era entonces a mí a quien tenía que limpiar. Elegí entonces el producto más concentrado de todos, el más cáustico, y me coloqué frente al espejo de cuerpo entero del baño para estar segura de que no dejaría ni un centímetro sin tallar. El murmullo del ácido al quemar mi piel me pareció curioso, y el calor que producía en mi cuerpo era un calor diferente que ahora iba de afuera hacia adentro, y se reunía con el lacerante dolor interno, produciendo una sensación casi excitante que me hizo olvidar por instantes la causa de mi desgracia.
Finalmente terminé mi tarea. Después de un rato, el dolor físico amainó hasta un punto casi soportable, no así el otro, que se mantuvo inamovible durante el proceso.
Me miré al espejo… ya no era la misma. Mi cara y mi cuerpo estaban llenos de heridas y quemaduras que pronto se convertirían en cicatrices. Qué más da –me dije- en mi interior ya tampoco soy la misma. Pensé entonces que a partir de ese momento, si lograba encontrar un hombre que me quisiera, éste tendría que amarme por mi interior y no por mi imagen, que ahora lucía opaca y desigual. La idea de pensar en ello me motivó a sonreír otra vez.
Agotada, me metí en la cama, nítidamente arreglada, y finalmente, después de varios días: pude dormir.
Cicatrices
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