Por: Débora Hadaza (México)
Cerámica bella, tierna, profundamente fúnebre. La compró.
Hace tiempo que encontró en este hobbie algo más que una manera de matar el ocio o la tensión. En sus manos el ángel comprado comenzó a tener vida, vida de ternura propia, ternura funesta, ternura de bebé muerto. ¡Qué delicia poder hacer que algo tenga vida! En el hospital, atendiendo enfermos, sonriendo día tras día a la muerte, siendo el único ángel real para los muchos abandonados a punto de morirse, Angélica agoniza porque ve que todo lo que toca se convierte en polvo, en futuro alimento de gusanos; mientras en su taller este frío ángel, en sus manos se vuelve de oro.
Recordar, ver claramente hacia atrás, eso le provoca el frío del yeso en su piel. Él, ya no está con ella, ya no más. Está más allá de sus fronteras. Él está junto a la mujer que le dio un hijo, viendo crecer todos los días el fruto de su deseo, porque en realidad, ella lo sabe, no es el fruto de su amor. El amor estaba con ella, con ella que lo confortó todas las noches de guardia en el hospital, que le dio ánimos cuando la esposa sólo tenía reclamos, que disfrutó más que él mismo sus triunfos, que nunca le dio la espalda aún en la miseria, pero que también vio como se alejaba con su esposa embarazada y la cara sonriente, dándole palmaditas en la espalda a todas las enfermeras que aleteaban angelicalmente.
Qué raro, el amor casi siempre se funde con la muerte. Al cepillar al ángel de dorado lo vio tan real que deseó, casi rogó, que fuese el ángel vengador, aquel ángel que mata a los primogénitos, el ángel que libera de dolores a los justos, que les rompe las cadenas a los esclavos sin esperanza, a los que sí aman, a los que lloran, el ángel que lleva en sus brazos a los bebés muertos, a los bebés que nacieron sin amor.
Una idea lleva a otra y en fracción de segundos, se ve dulce, casi angelical, regalando su ángel perfecto a la pobre madre que perdió al hombre de su vida al perder a su bebé. “Pobrecita hasta dan ganas de abrazarla”. Qué bella escena de cruel ironía. Que bella escena de deseada venganza. “¡Ojalá se apareciera mi ángel de la muerte!”
Pero no, no sucede. Dios no cumple semejante deseo. Por lo menos así piensa ella, torturándose con el horrible y gozoso pensamiento, se siente culpable mientras lo acaricia, los ojos penitentes vueltos hacia el cielo, y la boca sonriente como en un conjuro.
Pasan los años y el inerte rostro del ángel parece sonreír; ya fría la furia con un amor bien logrado, ya olvidado el rencor con nuevos brazos; el ángel relegado, el ángel sucedido por otras tantas figuras de yeso, vuelve a sonreír.
Ella está embarazada, ella siente cómo crece dentro de su vientre la vida; ella ama las patadas, las náuseas, el doloroso placer casi agónico de cargar la vida. Ella es amada, el fruto de su vientre es amado, es causa del amor, es objeto del deseo; pasa las noches soñando; imagina el cuerpecito y sonríe, quisiera entrar en su matriz, y besar por entero a su hijo, anhela el día de tenerlo entre sus brazos. Desesperación de esperanza, cuenta los días del final feliz, falta un mes, falta un mes, ¡falta un mes!
De repente el corazón le late más aprisa, su cuerpo ardiente se convulsiona, un dolor horrible, un dolor profundo que nace en el centro de su vientre, la hace caer en mitad de la acera. "Eres muy débil, no debes embarazarte". Voz de medico estúpido, voz que le retumba en los oídos, voz que ignoró y hoy vuelve a oír; es muy débil, su matriz no soporta, da a luz un hijo, un hijo que muere al nacer.
Pasan días, días de lucha para que sobreviva, días de desfile de ángeles, de ángeles con estetoscopios, y sueros, y agujas, días de olor a cloro en la sepulcral limpieza del hospital. Escucha aletear a los ángeles, los oye murmurar, entre sueños, en el limbo, en las nubes pesadas y acuosas que la inundan de angustia, que la sumergen en la blancura de la demencia, escucha reír angelitos, angelitos crueles, angelitos que le muerden los pies, angelitos que le enseñan la lengua, brincando de una nube a otra, de un sueño a otro, sueños difusos y nublados, celestes y albos, espantosos y pacíficos como la muerte, como la ausencia. Después de semanas por fin está a salvo, sale del hospital caminando por si misma, con la cara pálida y los brazos vacíos.
Entrar a la casa. No, al cuarto del bebé no; la previsión de su esposo y su madre es inútil, no va al cuarto del niño, convaleciente se encamina allí, allí donde están inertes sus creaciones, allí donde desfoga sus sueños y locuras, allí donde viven fríos sus hijos de yeso, si allí donde esta su ángel magnífico cargando a un niño.
Lo mira y visceralmente lo arroja al suelo. Angélica se estremece al escuchar risas, y ver que obviamente la cerámica esta rota. Risas, risas, más risas, risas que duelen, risas que espantan más que si fueran gritos... Risas y susurros, siseos de mil serpientes, maldiciones dichas al oído. Angélica busca, desesperadamente busca el origen de esos ruidos, su alma grita de pánico "ángel ¿donde estás, desde donde me atormentas, por qué?" Es sólo su alma la que grita sin voz, sin embargo en el taller tiene eco el silencio, se tapa los oídos y si sigue buscando, se tapa los oídos pero los sonidos no cesan.
¿Quién hace esos ruidos de serpientes, quién maldice, quién se ríe, quién se burla? Pregunta y pregunta buscando en la bruma que llenó el taller, en esa bruma de azufre que la asfixia, pregunta hasta que un espejo la hace conocer la fuente de sus tormentos. Levanta la cara y el único rostro que ríe es el suyo.
Un grito de mil voces locas y vidrios cayendo, es lo último que escucharon su madre y marido. Una nube espesa de azufre, les impidió ver el rastro de sangre que dejó el ángel cayendo. Algunos dicen que han visto caminar a Angélica en algunas mañanas nubladas, con el rostro cortado, y una sonrisa que espanta, otros dicen que si escuchas mil serpientes a la altura de los hombros, y percibes un olor de azufre que te nubla la vista, no tardarás en verla, caminando siempre, y maldiciendo por la eternidad.
El ángel de la muerte
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