Por: Gregorio Verdugo (España)
Abandonó el teclado y su música de tamboril y huyó. El estudio le oprimía con el peso gravitatorio de las estanterías atestadas y polvorientas. Ni el desorden acogedor y familiar, al que estaba tan aclimatado, pudo retenerle. Su única obsesión se centraba en el personaje, presentía que estaba al borde3 de escapar de la realidad que lo envolvía, como un animal enjaulado que vislumbra el hueco imposible por donde emprenderá la huída.
Cuando decidió abandonarlo al otro lado del martilleo cacofónico de las teclas gastadas de la olivetti, contendía por su vida en una reyerta tabernaria, entregado a un combate a muerte que él le había impuesto desde su omnisciencia de creador, renegando a grito pelado de su destino previsible, como si fuese capaz de leer sus intenciones de autor.
Sin embargo, huyó porque estaba seguro que la frontera de la realidad se encontraba mucho más lejos. El personaje no es consciente de lo que le rodea, no puede ser que advirtiera su presencia manipuladora, a fin de cuentas al hombre de no ficción le sucede algo semejante. Sólo es lo que él quiere que sea.
Estaba preocupado. Pretendía mostrar todas las formas posibles de realidad, le disgustaría que su personaje apareciera incompleto, mucho menos teniendo conciencia de ello. Es como si aquellos árboles que le cobijaron durante el paseo estuviesen muertos en su interior, tumbas de sí mismos, sólo tendrían presencia estética. Pero, a medida que entretejía la trama en torno a él, se apercibía que una corriente subterránea de vida fluía ajena al constante teclear de su máquina de escribir.
Pensó en ello bastante a menudo, pero siempre ocurría lo mismo; finalmente, aprisionado por la certeza de su existencia, huía desesperado y se ahogaba en la realidad de las calles, de sus aceras pobladas de gente anónima. Entonces se convencía a sí mismo de que todo era producto de las muchas horas de soledad diaria, del esfuerzo causado a base de tanta sugestión.
Caminaba los escaparates, entraba en los bares a beber cerveza helada, y se diluía en la noche con la felicidad retomada y la frágil seguridad de que más tarde, cuando su mente se despejara de la bruma que la atosiga, sería capaz de rehacer la escena. Su personaje defenderá su existencia porque es lo único que posee y advertirá que la vida también puede ser un ideal.
Regresó de madrugada con el rostro cansado, la respiración jadeosa y el pelo humedecido por la llovizna incesante de Febrero. Se despojó de la gabardina y caminó hasta el estudio. Prendió la luz, los plúteos rebosaban de libros multiformes y amarillentos en cuyos lomos apenas se distinguían los títulos. Sobre una mesa rectangular, la máquina de escribir permanecía aún conectada a la red eléctrica. Hizo un ademán como de sentarse a escribir, pero desandó los pasos y regresó hasta la cocina para servirse un café. Se le notaba algo nervioso, como inseguro de sus actos, y no paraba de fumar un cigarrillo tras otro.
Con la taza de porcelana entre sus manos, paseaba con la mirada perdida en las estanterías, invertía el reloj de arena granate, mudaba de sitio el sujetador de libros de ébano que adquiriera en una exposición africana, se detenía ante un determinado volumen y acariciaba sus cantos con devoción, pero la estabilidad no asomaba por ningún rincón.
Pensó que postrarse a escribir no sería tarea fácil después de una noche tan ajetreada. Le costaría un trabajo inmenso el reanudar la frase que dejó inacabada, retomar las riendas de la acción y plasmar todos los latidos de su pensamiento durante aquella larga vigilia. Era indudable que la situación requería una rápida determinación.
Apuró los últimos sorbos de café y, tras encender con obsesión un nuevo cigarrillo, pulsó el botón de activación de su olivetti. Con una facilidad no menos desacostumbrada que preocupante, las palabras comenzaron a salpicar el papel.
Estaba solo ante el cadáver. En el bar, el silencio se adueñaba de la mirada del camarero que, agazapado detrás de la barra, observaba sorprendido los ojos fijos en el techo, el vientre ensangrentado del que un hilo casi imperceptible de sangre se deslizaba hasta llegar a las losas de terrazo. No había nadie más en la taberna, todos escaparon cuando comenzó la disputa y estarían en el exterior a la espera de acontecimientos.
El camarero se incorporó, pero no se atrevió a abrir la boca, simplemente continuó con su trabajo como si nada hubiese ocurrido. Él regaló una última mirada a su víctima, con los ojos enrojecidos por el esfuerzo realizado en la lucha, y determinó partir. Hizo jurar al camarero que no avisaría a la policía antes de media hora y traspasó la puerta de entrada.
En la calle, los curiosos, que oteaban a través de las cristaleras, se retiraron a su paso. Una llovizna tenue caía silenciosa impregnando la noche de una humedad agradecida. El murmullo intenso quedaba a sus espaldas al alejarse por la callejuela angosta y oscura de la parte norte. La gente se agolpaba a la entrada del figón, empujándose unos a otros para poder ver la escena.
Decidió caminar, era la mejor forma de calmar la erupción de la ira. Anduvo por la parte céntrica de la ciudad y se internó en las innumerables sombras de los edificios de épocas pasadas. Fue allí donde descubrió que carecía de recuerdos, que su vida era un eterno y angustioso presente, que nada de lo que hacía era premeditado por su mente con anterioridad.
En su peregrinar, alcanzó una avenida no demasiado ancha, poblada de medianos chalés, en la zona residencial de la ciudad. Un silencio denso se condensaba en las esquinas de las calles iluminadas por la luz mortecina de las farolas de hierro fundido. A lo lejos, le llamó atención una casa de dos plantas, de cuya buhardilla emanaba una claridad cegadora.
Se acercó con precaución, procurando hacer el menor ruido posible con sus pisadas. Una fuerza extraña lo imantaba hacia su interior. No podía precisar en qué consistía, sólo que desde que sintió su proximidad lo abordaron unos irresistibles deseos de entrar. Convencido de que una mano ajena lo empujaba hacia el interior, penetró por el recibidor y, tras cerciorarse de que nadie había en la planta baja, se encaminó escaleras arriba hasta la buhardilla. Su cuerpo estaba en tensión, en sus ojos se concentraba la fuerza ciclópea de todos los sentidos.
Desde el rellano de la escalera observó la puerta entreabierta y, por el espacio que la separaba del quicio, las hileras de estanterías polvorientas, con los libros amarillentos y enmohecidos y los objetos polvorientos. Se acercó sigiloso y empujó en silencio la hoja.
Él estaba allí, postrado en su sillón, el cuerpo ligeramente inclinado sobre su máquina de escribir eléctrica, inmerso en el veloz movimiento de sus manos a la búsqueda de la tecla deseada. Su cabeza apenas se movía, su vista, fija en la frase que aparecía progresivamente en el papel, no advirtió su presencia.
El odio que le invadió el cuerpo fue algo indescriptible, sin justificación alguna, su voluntad bien poco podía hacer frente a aquella fuerza extraña y poderosa que lo impelía.
Extrajo la navaja aún con manchas de sangre del bolsillo de la chaqueta y caminó en dirección suya. Antes de asestarle la puñalada mortal fijó por un momento la vista sobre el escrito y sólo distinguió la laguna oscura de las letras que se extendía sobre el papel.
Ya con el peso del cadáver entre sus brazos pudo leer... "y con sus manos ensangrentadas salpicando el candor blanco de aquella camisa, presintió que por primera vez en su vida había cumplido con algo escrito, un destino impuesto por una mano caprichosa y ajena, una suerte de voluntad impuesta cuyo origen desconocía por completo".
El cuerpo y la sangre emanada de la herida se desplomaron sobre la olivetti, mientras él devolvía la navaja plegada al bolsillo de la chaqueta y abandonaba la estancia para diluirse por siempre en la lluvia.
La conciencia del héroe
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