Por: Emanuel Simo (Argentina)
El mediodía de verano hace que la carne se pudra más rápido. Las moscas, esos ángeles del demonio, están de fiesta. El hedor las convoca al lugar al cual nadie va por propia voluntad. Los dos policías lo saben. Se cubren la nariz con un pañuelo, y siguen a las moscas por el campo. La casa no está cerca del pueblo, pero el viento sabe llevar malas noticias, aunque el mensaje sea sólo un persistente fétido olor. Sí, algo olía mal y las moscas sabían de ello.
El pueblo es tranquilo. No necesita demasiados policías. Las cosas de Mandinga sólo ocurren en las grandes ciudades. En esa casa, sólo viven la madre, su hija, seis gallinas, tres gallos y dos perros. Pero el mal olor es llamativo, y los policías temen a los forasteros. Los que vienen de afuera siempre traen los males. Mientras se acercan a la casa, los oficiales piensan que tal vez los ladrones no sólo se hayan llevado dinero, tal vez también se llevaron vidas...
Dos días antes de la visita de los policías, Soledad se estaba preparando. La joven tiene 19 años y está frente al espejo. Se ve radiante. Llena sus pómulos de maquillaje deseando que se vuelvan más atractivos para los labios de Juan, su futuro esposo. Cepilla sus cabellos, los acomoda a su gusto, que coincidirá exactamente con el de su amado. Lleva puesto el mejor vestido que existe sobre la faz de la tierra. En pocas horas lo verá. Él llevará puesto su smoking y lucirá como un príncipe. Él es hermoso, y ella lo ama. Ése hombre la hará feliz cada uno de los días de su vida. Él se lo prometió un año atrás, cuando se comprometieron, y ella no dudaba de la veracidad de las palabras. Soledad se juró a sí misma complacerlo en todos sus deseos, ella será su mujer perfecta, de eso no tenía dudas.
Erminda espía a su hija. Le tiene lástima, la considera indefensa, vulnerable y algo estúpida. Sabe que está mal, pero cree que es mejor así. Erminda conoce a los hombres. Son todos una porquería. Todos lastiman, todos usan, todos abandonan. Todos toman, todos mastican, todos escupen. Los hombres eran, para Erminda, parásitos que devoraban las almas.
La madre todavía recuerda al padre de su hija. Su piel se eriza, y los músculos de su mandíbula se tensan. Una nueva imagen es evocada en su memoria, y las venas se marcan en su cuello y en la frente. El ritmo cardíaco se acelera. Es que no sólo recuerda al padre de Soledad, sino también sus continuas infidelidades. Erminda todavía lo odia, pasaron diez años, pero todavía lo odia. Ya no quiere pensar más en él. Su presión arterial la aqueja y morirse sería darles el gusto a los hombres, y dejar a su hija desprotegida. "Toda madre tiene que proteger a sus hijos como su más preciado tesoro", se decía a sí misma, y ella tenía la certeza de ser la mejor madre.
Hace calor y una mosca se apoya sobre la boca de Soledad. La joven se la quita espantándola con su mano. Mientras, ve a Erminda intranquila. Su madre estaba mirando el retrato de su padre. Se pregunta si estará bien y las palabras no tardan en aflorar de sus labios. Erminda retira su mirada de la fotografía color sepia, la tranquiliza y le dedica una sonrisa.
Ahora Soledad también piensa en su padre. Lamenta que no pueda acompañarla hasta el altar, para entregarla a Juan. A algunas mujeres todavía les gusta ser propiedad de los hombres, pasar del padre al esposo sin descubrirse antes como seres independientes. Soledad extraña a su padre y se pregunta por qué las habrá abandonado. Ella era una niña cuando su padre fue a trabajar y no volvió nunca más. Mira a su madre nuevamente, y siente pena por ella.
A veces uno ve cuando se avecina una tormenta, pero nunca se imagina que pueda llegar a llover tanto. Erminda no esperaba que su hija se preparara con tanto entusiasmo para el casamiento. Ahora la ve levantando el teléfono y hablando con Juan. Le dice que está nerviosa, que no ve las horas de verlo, que ella está lista para ir a su encuentro, que serán felices, y que se amarán toda la vida. Es que cuando uno se enamora siempre promete grandes cosas, pues sabe que no las cumplirá. Si uno estuviera dispuesto a cumplirlas, no prometería tanto.
Erminda toma una decisión. No puede dejar que los preparativos continúen. Hay que sacar el paraguas para no mojarse tanto con la tormenta. Se acerca por detrás a Soledad, le quita el teléfono de su mano y lo cuelga. Soledad la mira estupefacta, sin poder entender qué es lo que está sucediendo. Erminda apoya sus manos en los hombros de su hija. Se miran a los ojos, como dos perras rabiosas que se desafían por un trozo de carne. La madre le dice, una vez más, que no se casará con Juan, que ese hombre es como todos, que es hijo del demonio, que la hará infeliz y amargada tal cómo hizo su padre con ella.
Soledad llora y grita, pero sus gritos no sepultan las palabras de su madre, que insiste en que no habrá boda. Ya se lo dijo muchas veces durante ese año, pero Soledad no puede creerle. Ya le dijo que Juan se fue, que no volverá, pero Soledad le dice que estaba hablando por teléfono con él y empieza a gritarle que está loca.
A veces Erminda se comportaba como si no entendiera que su hija está demente, y que se refugió en el delirio de casarse con Juan.
Es que Soledad nunca pudo tolerar la imagen de su Juan en la tumba que cavaba su propia madre. No pudo asimilar la imagen de Erminda vestida con la sangre de Juan, y armada con una cuchilla en la mano, la misma que luego arrojaría a la tumba de quién hubiese sido su yerno. Cuando Erminda fue sorprendida por Soledad, luego de haber asesinado a Juan, no le dijo nada, sólo esperó que se recuperara del desmayo. Es paradójico saber que cuando Soledad recuperó la conciencia, el horror hizo que la perdiera para siempre.
Pero Erminda no sabía que la mente humana es maquiavélica. La mente no conoce, o no quiere conocer, u olvida qué es la realidad. La mente elabora razones, crea novelas, construye delirios sólo para hacer más tolerables las imposibilidades. Y la muerte es la imposibilidad de la vida, y Soledad lo supo sin saberlo.
A partir de ese día, la joven empezó a manifestar su locura dormida. Empezó a creer que nada malo había pasado. Empezó a creer que el casamiento ocurriría, tal como lo habían planeado.
Cuando la tormenta empieza, las moscas también quieren huir. Vuelan y vuelan, hasta que chocan contra una ventana. Algunas juegan sobre el vidrio, otras caen rendidas. Las palabras son ventanas que nos permiten mirar un mundo que es irreal. Las palabras de Erminda no eran palabras, sino que eran un acto, pues desnudaban ese mundo real. Las palabras de Erminda rompían los vidrios sobre los ojos de Soledad, que ahora sangraban lágrimas. Y la joven, como una mosca, se golpeaba duramente y ya no quería volar.
Contra la realidad se pueden hacer dos cosas: negarla o transformarla. Soledad ya había negado, hasta que su madre la había denunciado. Erminda le había arrancado los párpados, obligándola a ver, sin saber que pagaría caro por hacerlo. Ahora Soledad quería transformar la realidad. Ahora Soledad quería romper el mundo. Ahora Soledad estaba ahorcando a esa madre, que tanto la había asfixiado. Es que uno siempre termina por hacer lo que le hicieron a uno.
Los policías no encontraron palabras para describir el mundo que encontraron. Erminda yacía sin vida al costado del teléfono. Las moscas se paseaban por su boca y sus ojos abiertos. Y el olor los penetraba hasta que, el más débil de ellos, terminó por vomitarlo. Pero las grandes tragedias se dan por la suma de acontecimientos que las desencadenan. Y aquella pieza de dominó que se pudría junto al teléfono, era sólo la última en caer y al mismo tiempo, la que había iniciado la caída de todas las otras.
Ya lo he dicho. Las moscas, esos ángeles del demonio, están de fiesta. El hedor las convoca al lugar al cual nadie va por propia voluntad. Los dos policías lo saben y continúan siguiendo a las moscas hasta la parte trasera de la casa. Allí encuentran a Soledad, con su vestido de novia manchado por su propia orina. Allí está la novia, con las uñas rotas y los dedos infectados. Sus manos están llenas de la tierra que, con tanto esmero, ha cavado. Allí está Soledad, abrazada a los restos del cuerpo del que hubiese sido su esposo si no se hubiese entrometido la madre. Ahí están pudriéndose los cadáveres de la madre y del prometido. También el del Padre, aunque eso se supo mucho después. Y ahí está la joven, viva aún, pero con la mirada perdida. Allí está la novia Soledad, esposada a un cadáver que sólo tiene para darle sus gusanos y sus moscas.
Las moscas
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1 comentarios:
muy buenos, me agradan bastante
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