Por: Isabel Barceló (España)
El carro que transporta a las vírgenes vestales desde Roma al puerto de Ostia avanza traqueteando sobre las grandes losas de la calzada. Atrás ha quedado la puerta de la muralla y las multitudes que han contemplado su paso con miradas hostiles. Los viandantes se detienen y se arriman a las orillas de la vía a medida que el carro los alcanza y, cuando los adelanta, se quedan observando en silencio cómo se aleja, con las vestales moviéndose a derecha e izquierda. No hay voces ni alegría, nadie canturrea para aliviar el cansancio del camino o sostener el ritmo de la caminata. En pocas horas Roma ha pasado de la alegría al estupor. Y el estupor se ha convertido en miedo.
La vestal Claudia, sentada en el carro entre sus compañeras, guarda silencio. Ha sentido sobre sí los ojos de cientos de romanos buscando en su rostro indicios de culpabilidad. Ella lleva la mirada baja, pero le arden las mejillas de vergüenza mientras su cuerpo permanece helado. A su mente asustada acude una y otra vez el recuerdo de la última vestal condenada a muerte por faltar a su castidad. Sus lamentos inarticulados y agudos, desesperados, horadaron entonces su cerebro y ahora recobran intensidad y crudeza. Vuelve a ver sus ojos desorbitados y turbios, la boca abierta y desencajada luchando por tomar una última bocanada de aire antes de entrar en la cámara en la que sería sepultada viva. Ese será el destino de Claudia, la muerte espantosa que le espera si las acusaciones contra ella prosperan. Su castidad ha sido puesta en tela de juicio y desde hace varios días por toda Roma se murmura que tiene un amante.
En los dieciséis años que dura ya la guerra contra Cartago, los romanos han sufrido mucho. Han muerto miles de hombres, se han destruido ciudades, campos y cosechas, la ciudad está exhausta y el suelo itálico destrozado. Un oráculo había dictaminado que, para vencer a los cartagineses, la imagen de la diosa Cibeles debía ser trasladada desde Frigia a Roma. Esa esperanza había sostenido el ánimo de sus habitantes en los últimos meses. El barco que transportaba la imagen debía llegar al puerto de Ostia y, desde allí, remontando el río, arribaría al puerto fluvial de Roma donde sería recibida con todos los honores. Y he aquí que ayer a mediodía, mientras se celebraba la noticia de la llegada de Cibeles a Ostia, otra noticia golpeó a los habitantes de la urbe como un mazazo: la nave había encallado a la entrada del río y corría riesgo de naufragar. La preocupación se transformó en pánico cuando se supo que todos los esfuerzos para liberarla habían fracasado. Los ojos de los romanos se volvieron furiosos hacia Claudia. Era culpa suya que, a las puertas de Roma, la diosa Cibeles se negara a entrar.
Claudia ha pasado la noche en vela ante el altar de Vesta, con un sufrimiento tan intenso que varias veces ha estado a punto de desfallecer. Durante la vigilia en su corazón se ha abierto paso la idea de presentarse en Ostia, allí donde estaba detenida la imagen de Cibeles. No sabe qué va a hacer allí ni si acertará a librarse de las acusaciones, pero debe ir. Cuando, al amanecer, la Vestal Máxima se ha dirigido al templo para las ceremonias matutinas, Claudia ha salido a la puerta y se ha arrojado a sus pies. Se ha declarado inocente y le ha pedido su apoyo y compañía para salir al encuentro de la diosa.
El público abarrota el puerto de Ostia y contempla en silencio las maniobras para liberar la nave. Las señales no pueden ser más alarmantes cuando las vestales llegan a la orilla y descienden del carro. El barco está escorado en medio de la corriente, con el agua a punto de asaltar la cubierta. Varias chalupas dan vueltas a su alrededor, sin osar acercarse. Está a punto de zozobrar. La arena del fondo cede de repente y el flanco se hunde un palmo más. Claudia da un grito. Cae al suelo y toca la tierra con la frente. Permanece así durante unos minutos y al fin se levanta muy despacio y pide en voz alta que se acerque una de las chalupas. Se desciñe lentamente el cinturón y, cuando el patrón de la barquita se acerca a ella, le entrega uno de los extremos y le ordena atarlo a una de las cuerdas de remolcar.
El puerto queda en silencio. Sólo se oye el chapoteo del agua y el ruido de los remos alejándose de la orilla. Claudia mantiene en su mano derecha el extremo del largo cinturón y observa cómo anudan el otro a una gruesa maroma. Cuando el patrón ha verificado la fortaleza del nudo y aleja la barca, la vestal pasa el cinturón por encima de su hombro y, sujetándolo con ambas manos, comienza a andar. El cinturón y la maroma se tensan. Claudia ni siquiera siente el momento en que la nave empieza a moverse al compás de su paso. En el puerto el gentío contiene la respiración. Tras algunas leves sacudidas, la nave queda por completo libre, se endereza y recupera la línea de flotación. Surca las aguas del Tíber rumbo a Roma y la multitud estalla en gritos de admiración y de júbilo. La vestal sigue caminando y caminando, sin más esfuerzo que tirar suavemente de su cinturón.
Las lágrimas corren por el rostro de Claudia. Da gracias en su corazón a la madre Cibeles: quizá la diosa ha querido que encallara su nave para que ella pudiera proclamar su inocencia ante toda Roma.
Claudia y la diosa Cibeles
13:49
|
Etiquetas:
Isabel Barceló
|
This entry was posted on 13:49
and is filed under
Isabel Barceló
.
You can follow any responses to this entry through
the RSS 2.0 feed.
You can leave a response,
or trackback from your own site.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario