Por: Anuar Zúñiga (México)
El teléfono timbró por quinta vez. Celia lo dejó sonar. Eran cobradores. “Que se vayan al carajo, a ver quién se cansa primero”. Luis se había ido a probar suerte a Estados Unidos. La promesa era trabajar allá y mandarle dinero. Ya eran tres meses desde el primer –y único– depósito de cuarenta dólares que le girara a través de Elektra. Después, nada. Ni cartas ni llamadas. Había usado todo el dinero que tenían ahorrado para pagarle al pollero, y ahora Celia y sus dos hijos se las arreglaban como podían. –Ni metiéndome de puta- le dijo a la factura del gas que colgaba de un imán en el refrigerador.
Salió al patio cargando una bolsa de basura. Un sol ceniciento trataba inútilmente de arrancar destellos a las docenas de corcholatas que habían sido remachadas en el suelo a fuerza de años de caminar sobre ellas. Se dirigió a la puerta tratando de escabullirse, de no hacer ruido. No lo logró. La dueña de la vecindad se le plantó enfrente cerrándole el paso y le exigió la renta. –Doña Tere, deme unos días. Estoy esperando que Luis me mande dinero en lo que consigo chamba. La anciana soltó un bufido.
–Ese cabrón ya no va a regresar ni te va a mandar nada. A estas alturas ya hasta se ha de haber casado con alguna gringa. O me pagas a más tardar el martes o te pongo en la calle con todo y tus escuincles piojosos.
Hizo a un lado su tosca humanidad y la dejó salir.
El olor de la calle se escurrió con violencia dentro de Celia. Las hojas de octubre amontonaban su breve muerte en las coladeras y grandes charcos de agua plomiza se extendían a lo largo de las banquetas. El camión de la basura avanzaba con lentitud al final de la calle, hundiéndose en los baches y haciendo sonar su campana con desgano. Celia corrió para alcanzarlo pero resbaló en un charco. Cayó hacia atrás con las piernas abiertas. La falda se le había subido, dejando al descubierto sus pantaletas blancas; la bolsa de basura se desfondó desparramando todo su contenido a lo ancho de la calle.
El conductor del camión y sus ayudantes, dedicaron a Celia una ráfaga de obscenidades y rechiflas. Ella no hizo el mínimo intento por contener las lágrimas. El eco de la campana permaneció flotando en el aire mucho tiempo después de que el camión diese vuelta en la esquina.
La falda y la ropa interior colgaban lánguidas del marco de la ventana. Iban a dar las nueve. Tenía que atravesar la ciudad para presentarse a una entrevista de trabajo a las once. Revolvió los cajones de la cómoda que hacía las veces de ropero, archivero o alacena según el caso. Desocupó casi la totalidad del mueble hasta que encontró lo que buscaba: un boleto del metro. Lo sostuvo entre sus manos como a un pájaro herido.
–Las llaves del coche– musitó y una mueca que pretendía ser sonrisa le torció los labios.
Caminó hacia la estación del metro. Cruza los dedos pa’ que te contraten -se decía en voz baja. Pa’ que dures, pa’ que el jefe no te agarre las nalgas como los dos últimos y te tengas que ir. Pídele a Dios que te saque del hoyo en que estás metida.
El torniquete escupió el boleto por tercera vez. Celia lo tomó y trató de alisarlo con los dedos. Fue inútil. Era demasiado viejo. La tinta estaba ya descolorida y sólo se alcanzaba a leer la leyenda en la parte de abajo que rezaba: un viaje. Celia la leyó como si estuviera escrita en otro idioma. “¿Un viaje? ¿A dónde?”
Pegó un respingo cuando el policía que vigilaba el acceso le arranco el boleto de las manos y lo desgarró por la mitad. Se le quedó mirando sin saber qué hacer.
– ¿Va a pasar o no?
El azul mantenía abierta la puerta a la izquierda de los torniquetes, con expresión de fastidio. Ni siquiera se dignó a mirarla cuando ella le susurró un gracias en el que había mucho más de temor que de gratitud. Caminó hacia el andén. Un viaje a otro posible fracaso.
La luz del convoy se acercaba por el túnel. Un viaje a un mundo donde unos tipos que pasaban el día con las manos metidas en la basura podían darse el lujo humillarla. Una brisa metálica precedió la llegada del tren. Un viaje a un corredor lleno de puertas, cuyo único objetivo era cerrarse ante sus narices en cuanto ella intentaba trasponerlas.
La gente que esperaba dio un paso atrás.
Un viaje… El primer vagón apareció en la boca del túnel como la cabeza de una serpiente anaranjada.
Un viaje… El reloj de la estación marcaba las nueve y trece.
Un viaje… Un ratón se escondió entre la gravilla al sentir la inminencia del arribo de la serpiente que se deslizaba por los rieles.
Celia saltó. Novecientas veintiocho personas llegaron tarde a trabajar esa mañana.
Un viaje
13:47
|
Etiquetas:
Anuar Zuñiga
|
This entry was posted on 13:47
and is filed under
Anuar Zuñiga
.
You can follow any responses to this entry through
the RSS 2.0 feed.
You can leave a response,
or trackback from your own site.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Publicar un comentario