El océano

Por: Débora Hadaza (México)

Recuerdo el persistente sabor de la angustia, la multiplicación de estrellas en el cielo como peces en las redes, la mano de mi madre acariciándome el cabello, y esa infinita carretera que me llevaba al infierno.

¿Qué recuerdos tendría una semana después? Creo que los adivinaba. ¿Porqué jamás podemos seguir nuestros instintos? Esa noche, mientras mi padre conducía el carro, yo quería gritarles mis pecados pasados y rogarles que no me llevaran de nuevo a la ruina, quería confesar todas mis culpas y pedirles que cambiáramos de ruta, que huyéramos hasta el fin del mundo, que no me dejaran otra vez en esa pestilente ciudad.

¿Has visto secarse un océano? ¿Puedes imaginarlo? De pronto las moles de agua son evaporadas, lamidas por el fuego, ola tras ola se pierde en el olvido. Los monstruos del mar, los pequeños peces, se hunden violentamente. Se revela el abismo, y todos lo millares de seres que habitaban cubiertos se retuercen aterradoramente sobre la tierra seca y estéril que ninguno conocía, por unos minutos, por unos breves minutos antes de quedar reducidos a montones de basura, sobre el desierto hundido en que se convirtió el otrora mar.

Como pesadilla apocalíptica, ese gran cataclismo se efectúa miles de veces en el alma humana, y nunca se nota. Las grandes olas de angustia son remplazadas por el vasto desierto de la decepción, todo se lo traga la realidad, la convicción de que uno no es sino el ser contenido en sus pasiones, que tan onda como sea la cuesta de la autodestrucción irá a recorrerla, que no importa cuantos seres mueran en ti cada vez, los verás podrirse bajo el sol implacable de las culpas y nada te detendrá.

Lamerás los pies de quien te humilla, beberás la hiel de la ignominia, apurarás la copa del desprecio, lo harás porque esas redes te dominan, por que tu alma enferma como perro loco seguirá los fantasmas, perseguirá las quimeras, hasta la ultima cueva de sombras a donde ellas te guíen. Tus pasiones, tus cadenas, tus vicios harán de tu inteligencia un pobre atalaya ciego y mudo, un juguete de la burla y del temor, que escucha todo, que percibe todo, pero que no atina a hacer nada.

Eso es lo que hice yo. Ahora pagando la condena entre estas cuatro paredes, sin dejar de oler a carne quemada, sin poder dejar de escuchar sus gritos de loco, sin dejar de ver ni por un segundo las muecas dolor desfigurándose en las llamas, sin poder dejar de sonreír maniacamente por lo hermoso que fue vengarme de esa manera, me doy cuenta que de que si tuviera oportunidad de volver a vivir esto, de nuevo llenaría el océano para volverlo a secar.

Esa noche llegué como siempre a buscar a mi amo, al maldito tirano que me robó la vida y voluntad, dispuesta a servirle como la más vil prostituta, a humillarme hasta el estiércol para lograr una migaja de cariño, una limosna de amor. Pero nunca conté con que esa semana que estuve fuera me había sustituido; no le importó que por su causa dejara mi vida, mi casa, mi buen nombre, mi familia; no le importó haberme llevado al averno, y volverme una mujer sin dignidad ni futuro, además estaba dispuesto a dejarme, a darle a otra la felicidad que a mí me negaba, y eso ya no lo podía permitir. La intrusa se marchó a media semana, una flaca cualquiera, con rostro de niña y ojos de cielo. Soporté por varios días sus sonrisas, el ver como la trataba cual reina, como la besaba como si besara un ángel, tierno, suave; nada quedaba del bruto apasionado que me rompía la piel. Cada día el amor se me convertía en odio, cada noche el odio iba adquiriendo fuego, cada mañana el fuego se acercaba más.

Hasta que a media semana, el miércoles de un día perdido en el calendario, te llamé llorando, te rogué que fueras a mi cuarto, que tuvieras piedad, que te extrañaba más que a la vida, que te necesitaba y que si no ibas me iba a matar, me arrojaría de la ventana, pero no sin antes escribirme en la piel que lo había hecho por ti. ¡Que tonto y que orgulloso fuiste! Te recibí con un mazazo, te até inconsciente de pies y manos, con una polea te elevé para que fueras mi lámpara, bañado estabas ya de aceite, sólo era cosa de que despertaras.

Por fin abriste los ojos, y entonces encendí el cigarrillo, yo sé que te gusta fumar, y frente el espejo tú y yo vimos el milagro de un océano que se convierte en hoguera, de una mole convertida en antorcha, de como las olas se hacen montones de ceniza…

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