Por: Javier Luján (España)
Conocí a la pianista en junio del 99. En una noche cargada de alcohol y de humo, me la presentó Concha en el Dover, mi antiguo bar de copas. Enseguida nos pusimos a hablar y no paramos de brindar con chupitos durante toda la madrugada. Al final de la noche los tres, Concha, la pianista y yo, acabamos en la cama, dando rienda suelta a nuestras más turbias pasiones.
Los siguientes días la pianista -Irene- continúo viniendo por el Dover y acostándose conmigo. Nos habíamos acostumbrado a ello. Tumbados en la cama me hablaba de Chano Domínguez, de Jorge Pardo, de Michel Camilo, de Lou Bennett y de toda esa gente que había tocado o que tocaba con ella en la actualidad, por los circuitos jazzísticos de Europa. Le pregunté que qué es lo que hacía una chica tan atareada como ella en un lugar como éste. Desconectar durante unos días en Cabo de Gata de la continúa vorágine a la que me veo sometida, antes de ir a grabar un disco con Lou en Nueva Orleans, me respondió liándose un tremendo canuto.
Pasaron las dos semanas que tenía para recargar las pilas y regresó a Madrid y de allí voló rumbo a Nueva Orleans, donde la esperaba Lou, yo también me había acostumbrado ya a llamarlo así. Nos habíamos despedido con un hasta otra, de esos que no dejan mucha esperanza para un próximo encuentro; mas no por eso dejaba de sentirme satisfecho, había conocido a una persona interesante, con unos espectaculares ojos azules y encima había hecho un trío con ella y Concha, por la cual siempre me había sentido atraído, desde que la conocí en Madrid, y que hasta entonces no había tenido la más mínima ocasión de poner mis manos encima de ella. Como se suele decir, había matado dos pájaros de un tiro y encima había realizado una de mis fantasías más calenturientas: un ménage à trois. Sí, me sentía satisfecho y encima la temporada de verano estaba a la vuelta de la esquina, lo que significaba turistas para el negocio, gente por conocer, muchas chicas en busca de placer y el reencuentro con los clientes que volvían un año más a desbarrar por estas tierras de pitas, pitacos y playas vírgenes.
Al mes de la partida de Irene, recibí una postal con un matasellos de Nueva Orleans. En la que me venía a decir que me extrañaba y que, muy a su pesar, había nacido en ella un sentimiento profundamente confundido hacia mi persona y que estaba deseando regresar a San José para pasar unos días junto a mí y comprobar si ese profundo confundimiento se aclaraba o se liaba aún más. Tras terminar de leer la postal me quedé reflexionando un rato, tratando de buscar un asomo de profundo confundimiento en mí; pero no, el mágico verano había comenzado ya y toda clase de mujeres poblaban la barra del bar. Pensé que lo único que me confundía era la noche, como a Dinio.
Acto seguido, dejé la postal de la pianista entre las facturas sin pagar y me dirigí hacia un corro de inglesas, que copa en alto no paraban de pedir guerra y que las invitara a unos chupitos de esos tan buenos de la casa.
-Joder, tío, tienes el bar más enrollao de Almería, esto siempre está lleno de mujeres -me dijo un pseudohippie mientras me dirigía al grupito de inglesas, con la coctelera en la mano. -¿Quieres unas caladas?-
-¿Cómo se te ocurre ponerte a fumar maria aquí dentro? Anda, tira para la calle, que me estás atufando todo esto con un aroma que va a llamar la atención de toda la Guardia Civil de los alrededores.
-Perdona, tío, como he visto que este sitio mola tanto he pensado que se podía fumar aquí dentro.
-Anda, sal para afuera que ahora salgo yo a darle unas caladas.
-Vale, vaya marcha que tiene este garito.
La pianista
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