Por: Mario Morenza (Venezuela)
Apoyarme en el balcón toda la vida fue un acto religioso. Un ritual equivalente al acto, teatral algunas veces, de señoras emperifolladas que han de inclinarse en los muebles de la Iglesia, mientras el cura recita versos ininteligibles de la Biblia, llenos de parábolas sabias, consejos milenarios que, con el transcurso de los siglos, no logran desenredarse. Imagino a estas señoras ponerse de pie. Estrechar palmas con el vecino más próximo. Secarse la cara enjuagada de lágrimas propias y ajenas. Después de este inalterable acto, de tarde en tarde teatral, las lágrimas vuelven a sentarse en pañuelos arrugados o van a morir junto con sus hermanas de agua a cualquier manga de seda oscura. La diferencia entre la manía de mirar el mundo desde mi balcón y esta variante parroquiana del yoga, es que mi música de fondo no son las letanías celestiales. Y no tengo idea de por qué.
Escucho carreras de caballo y programas especializados en hipismo durante todo el día. Estoy enviciado por las carreras de caballo. Sin embargo, tengo quince años que no sello ni un 5 y 6. La abstinencia absoluta. Al menos reconozco mi mal. No se trata de una promesa en busca de algún milagro esquivo. La paradoja es absurda y está teñida de una constante de derrotas. Digamos que toda mi vida le aposté al caballo equivocado. No el perdedor de los perdedores, sino al caballo que siempre estuvo a punto de ganar. Finales de fotografía. La antítesis del fanatismo, seguro pensarán aquellos a quienes le confío mi hazaña descolocada. Yo le llamaría una metáfora a la vida de un fanático de la gloria casi alcanzada. Estoy enviciado con paradojas absurdas y no tengo idea de por qué.
O la pureza del fanatismo.
El desinterés.
El impulso de abandona la memoria y muere.
Que te peguen los coletazos de viento cuando pasa la manada de caballos. Es un viento destilado, que pareciera venir sin esas “basuritas” que te espolean los ojos y hacen que te los restriegues con tus nudillos.
Me gusta apoyarme en el balcón y ver pasar gente, ver la cara de la gente. Ver cómo se desencajan sus facciones. Me anima la situación. Esta actividad, de algún modo, me recuerda a las válidas. Todos los habitantes de Bloque 4 retornan y parten a sus propias carreras. Entre esos dos puntos categóricos que establecen momentos, existen fenómenos de carácter concluyente. Una historia. Y en sus bolsos o maletines y carteras llevan su porvenir fragmentado. Piezas mínimas con las que construirán sus sueños o terminarán por destrozarlos. Se puede llegar a decir que atestiguo principios y fines de jornadas. A veces veo a la chica que se pinta el cabello de colores como si le hubiera caído un arco iris en la cabeza. La escucho susurrar canciones que se le meten en el cerebro a través de audífonos y, horas después, cuando ya la noche ha caído, la veo llegar con el maquillaje despanzurrado en su rostro. Con caminar tambaleante. Con las pulseras de metal chillando por el roce entre ellas. Supongo, que la noche, en su caer, frotó el rostro de la chica estrafalaria.
Todos los días a eso de las 6 y 30, Chicho saca a pasear a su perro chow-chow. El canino parece llevar un registro de sus pasos, como si los tuviera contados y dar uno menos o dos más de lo permitido, le traería consecuencias irreversibles. El perro va y viene de su letra a la mía. Salta al terreno de la manera en que un niño se zambulle en un mar septembrino. Se detiene. Mira sigiloso. Se paraliza. Algo se mueve entre los arbustos. Corre. Corre como un artefacto teledirigido. Luego, intempestivo, destronca su cintura para cambiar comprometidamente su objetivo maratónico hacia un montículo y echarse y revolcarse. Reestabiliza su eje, se pone en pie después de la enésima vuelta sobre sí mismo, bordea mi árbol favorito, a veces orina en él, a veces no, otras, amaga con regarlo y se conforma con levantar su pata trasera por unos segundos. A veces la humanidad realiza un movimiento semejante. Un movimiento perpetuo. Siempre quise preguntarle eso a alguien, pero temí que pensaran lo mismo.
La biografía de una persona puede escucharse en el tono de las pisadas. Confieso que reconozco algunas. El tamborileo. Un pie delante y otro atrás. Luego se invierten cincuenta veces hasta detenerse en un punto determinado, durante los segundos que el fraguador de las pisadas emplea para sacar sus llaves y hacer crujir cerraduras y rejas. Quizá levante una pierna en el trayecto o tal vez no, o sólo se conforme con un amague de chutar una lata de cerveza abandonada en el camino.
Sé reconocer cuando una persona es impaciente por sólo escucharla caminar. El ritmo de los desplazamientos dice mucho. Igual, cuando una persona es solitaria. Éstas, por lo general, caminan rápido y no miran a los lados, a veces se les olvida mirar a los lados, cuando cruzan avenidas y calles que suponen solitarias de vehículos y viene uno y le cruzan los huesos y todo por dentro. Debería buscar trabajo como intérprete de pasos. Que me contraten en algún Ministerio. En algún bufete de abogados. Y decidir qué personas son aptas para determinado cargo y cuáles no.
"Déjeme contratar por Ud" Sería mi slogan. Así jefes y gerentes encorbatados de escritorio y oficina se ahorrarían tiempo en entrevistas insulsas, hipócritas e innecesarias. Sólo exigiría, para el óptimo despliegue de mi talento, una pequeña pista de cinco metros en la que ordenase caminar de un lado a otro a los aspirantes al empleo. Caminar de izquierda a derecha las veces necesarias. Con la voz distorsionada, oculto en esas cabinas de testigos, que entre sospechosos eligen a quien acusar, daré mis órdenes de movilización.
Ahora, con la caminería recién inaugurada en el terreno, muchos vecinos han bajado a recorrerla y sudar un poco los kilos de más. Otros, los más arriesgados, trotan. En la tierra las pisadas no se escuchan. La arena, las piedras y el monte no dejan subir el sonido, o será la tierra misma que se los chupa, con baldosas de por medio, como un escudo. Es la única forma en que puedo conocer de qué ánimos está una persona.
Muchos, en Bloque 4, me han catalogado como un hombre atento, que sabe escuchar. Por un tiempo vivió en el bloque una chica veinteañera. Yo le llevaba una década de ventaja -o de vejez-. Por no sé qué razón, nos hicimos amigos. Tal vez la poesía. Esta chica, al parecer, tenía varios amantes, entre los cuales yo engrosé la lista al año de conocerla. De conocerla cuando fuimos presentados, quiero decir, en una maldita reunión de condominios en que la discusión sobre la mala iluminación del estacionamiento fue desvirtuada para hablar mal de Toñito. Sabía qué días invitarla a tomarse un café y cuáles no con sólo escuchar sus pisadas.
Aprendí a escuchar con la lucidez que da la práctica apasionada, a escuchar cómo camina una mujer después de hacer el amor. Ella llegaba. Ella abatía la reja, sin delicadezas ni eufemismos. Ella enfilaba su paso por la vereda. De esa reja a la entrada de la Letra A, hay unos quince metros, que en total serían unos treinta pasos. Con veinte pasos ya sabía si venía de beber con sus amigas, de estudiar, o de algún encuentro con algún amigo. En este último caso, yo me regresaba a la cocina antes que ella diera el paso treinta y me tomaba dos tazas de café, de las cuales una era la destinada a ella. Leía el periódico, el vespertino, que por lo general trae una amplia reseña de hipismo y desvergonzados consejos para apuestas.
Me acostaba a dormir. Lo que no quiere decir que me dormía al instante, quizá por la duplicada dosis de cafeína. Por lo general, sin cepillarme los dientes me acostaba. Pasaba mi lengua por los incisivos. Por los caninos. Por los molares. Por las encías. Y trapeaba con mi lengua los restos lechosos de café. Era una terapia. Una consolación salivosa por no tener a mi vecina conmigo y una manera de darle ejercicio a mi lengua predispuesta a enredarse. Imaginaba en qué esquinas de la ciudad habría estado. Cuál rutina había articulado entre estaciones de Metro, paradas de autobús y una carrera de taxi. Entre uno y otro malabarismo de mi imaginación me dormía pensando en las frases sustitutas de su próxima visita que sustituyeran mi realidad soñada en ella. La realidad desde esos tiempos la medí en compases, con pausas relativas y no tengo idea de por qué.
Cuando uno desarrolla el oído para ciertos sonidos es difícil ignorarlos. Lo sé porque mi madre fue pianista y para ella escuchar teclear un piano desafinado era el grito de un niño cuereado con correas o toallas mojadas. Las pisadas de los vecinos del A-3 son insoportables. Sobre todo cuando sus pies están descalzos. Los pies son la parte más sucia del cuerpo. Es escuchar sentimientos desnudos. Una especie de voyerismo del Hades.
Y el Hades tiene forma de A-1. Y en el A-3 parece que nadie usa zapatos. ¿Serán de esa religión asiática? O, por alguna razón, se enteraron de mis cualidades y quieren que funja de psicólogo horas extras. Caminan y caminan, siento las plantas de los pies anteponiéndose una a la otra y la otra a la una, en sus chuponzazos de piel sudada –de medias recién salidas de zapatos y de uñas recién salidas de medias– sobre las baldosas frías. Las veces que subía la-chica-de-muchos-amantes era mi salvación, pero, ahora, en la era post mudanza de la-chica-con-muchos-amantes, no me queda otra que aguantarme confesiones inconscientes. A veces los dones son maldiciones. Para enero del 2006, cambiaré mi habitación para el cuarto que da a Bloque 5.
La que está en contacto directo con la tierra. Pon los pies en la Tierra y sabré quién eres. Mañana, muy temprano, veré el despertar de otras tantas válidas.
Los pies son la parte más sucia del cuerpo y no he sabido por qué.
Dos tazas de café
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