Por Critina Civale (Argentina)
El avión aterrizó con cincuenta minutos de demora. Se hacía tarde para mi cena de cumpleaños. Eran pasadas las siete pero aún no anochecía. Todavía tenía que llegar hasta el hotel, registrarme, desempacar, darme el masaje que formaba parte del paquete-regalo-de-cumpleaños, pasearme por el sauna y, recién después, encontrar un lugar donde celebrar la cena de mis cuarenta y cinco. Estaba obsesionada con que fuese en un sitio con vistas al Canal.
Siempre quise conocer Ushuaia y por una razón u otra, cada vez fui posponiendo el viaje: había visitado rincones insospechados de África, conocía muchas ciudades europeas –incluso pueblos sin encanto que no figuran en los mapas-, había barrido de norte a sur todos los destinos turísticos de Argentina y por supuesto había visitado New York, Miami y Los Ángeles y no sé cuántos otros lugares más. La ciudad del fin del mundo era una deuda que arrastraba desde los tiempos en que empecé a viajar.
La llegada de los cuarenta y cinco constituían una excusa para saldar esa deuda y, sobre todo, un buen maquillaje para lo que verdaderamente quería: huir de Buenos Aires, escaparme de la vida que tenía montada –socias, marido, padres, amigos, conocidos oportunistas, un tumulto de gente con la que intercambiaba conversaciones del tipo ruido contra ruido- y llegar sin compañía a una ciudad que imaginaba con magia tanto para los festejos como para la huída.
La mañana del viaje ordené rápidamente la casa. Me di cuenta de que mi marido había dejado la radio del living clavada en una emisora AM que bullía escupiendo noticias. Sobre la mesita ratona había desparramado las sobras de su desayuno y un cenicero rebosante de colillas. Ninguno de mis dos hijos –adolescentes tardíos que ya iban a la universidad- había tendido sus camas antes de partir hacia sus actividades y el gato ronroneaba en el balcón. No apagué la radio ni limpié la mesa ratona. Tampoco ordené las camas de mis hijos y le dejé comida al gato como para tres días. Empecé a garabatear una nota para mi familia pero enseguida me arrepentí y la quemé. Tiré las cenizas por el balcón. Marqué el número de celular de una de mis socias desde mi teléfono fijo sin identificación y cuanto atendió, corté. Llamé a mi madre. Me respondió el contestador. No dejé mensaje.
Los preparativos del viaje habían sido secretos. Así debía ser la partida. Tomé un avión del mediodía para no tener que atravesar la mirada matinal e interrogante de mi marido ni la suspicacia del portero que a esa hora descansaba de vigilar las entradas y salidas de quienes se movían por el edificio. Llamé a un radiotaxi de un empresa a la que jamás había contratado –quería evitar dejar algún rastro- y pedí que me recogiera en una esquina a dos cuadras de mi casa. En el camino me crucé con el verdulero al que le mentí prometiéndole que más tarde pasaría a comprar algunas provisiones, zapallitos, calabaza y una raíz de jengibre, lo de siempre. Llevaba un equipaje exiguo, un bolso de mano con ropa abrigada, un par de botas, otro de zapatillas y los borceguíes negros que había comprado para la ocasión. Nada delataba mi condición de viajera. Podía pensarse tranquilamente que me dirigía al gimnasio.
A pesar del atraso en la partida, el aeroparque operó como refugio y no me importó tener que esperar. Me sentía lejos de todo y aunque el avión no había despegado, yo estaba en el aire, en un limbo donde yo misma –y sólo yo- funcionaba como único cobijo. Así era, a pesar de la multitud con el que me cruzaba cada día. El de mi cumpleaños cuarenta y cinco quise hacerle frente a esa verdad. A pesar de todos, estaba sola y así celebraría. Sin falsos abrazos, sin besuqueos por compromiso, sin regalos comprados a última hora, sin las eternas rosas que mi marido compraba online, como en piloto automático, para cualquier tipo de aniversario y con la misma tarjeta mecanografiada para toda clase de celebración. Sin embargo, no me azotaba ni la melancolía ni la autocompasión. Una sensación tibia de libertad me arropaba y me encontraba tan sumergida en mi limbo que cuando por fin anunciaron el vuelo, no llegué a escuchar el aviso. Fue recién en el último llamado a embarque cuando advertí que debía apurarme si no quería perder mi avión. Y corrí y no lo perdí. Cinco horas después llegué a Ushuaia.
Desde el taxi que me llevó hasta el hotel, con vistas al Canal de Beagle, tuve la primera impresión de la ciudad. Un lugar bajo, colorido y ancho, con construcciones desparejas, como estaqueadas en cualquier parte. Desde ranchos de madera hasta casas estupendas. Todo junto y mezclado. La ciudad me recibió con vértigo. No puedo explicar por qué, pero la sensación de que me encontraba en el borde abismal de un mapa se hacía efectiva. Había llegado al final del mundo y más allá, como si la tierra fuese plana y no redonda, sentía que no había nada.
Llegué al hotel de excelente humor. Ya eran casi las ocho de la noche y todavía había una luz fuerte y brillante. No parecía que ya caía la noche pero en Ushuaia no todo lo que parece, es. En efecto, la noche estaba cayendo sobre mi cabeza, con disimulo y aunque no la percibiera.
Me instalé en mi habitación ubicada en un quinto piso con ventanales gigantes que daban al Canal. Desde allí tenía una visión sesgada del puerto turístico y también del comercial. Los barcos se amotinaban en el último con banderas de países que no llegué a reconocer y en el primero, catamaranes de distintas compañías prometían viajes al faro del fin del mundo, avistaje de delfines y de pingüinos.
No veía la hora de pisar a la calle. De modo que tomé una ducha rápida, cancelé el masaje, me olvidé del sauna y salí.
No había armado un plan y tampoco tenía un mapa así que empecé a caminar a la deriva, guiada por los bordes seguros del Canal de Beagle frente al cual, estaba empecinada, descubriría el sitio perfecto para homenajearme.
No es que esperase encontrar el ajetreo y la oferta de Puerto Madero pero la costanera del Canal estaba muerta. Los negocios que parecían haber funcionado alguna vez vendiendo algo, o se encontraban cerrados o desprendían una sutil letanía de abandono. Algún hombre corría en lo que probablemente fuese su rutina aeróbica y sólo una pareja se hacía arrumacos mirando el mar. Por lo demás, parecía un desierto. Miré la hora. Todavía no eran las diez de la noche. Seguí caminando. Un poco antes de llegar al puerto turístico me topé con una especie de fogón mal iluminado, sin parroquianos ni turistas. No parecía tener otra opción. No al menos frente al Canal. Por lo cual entré decidida a seguir con el plan festejo a pesar del lugar inhóspito, de los manteles veteados, de las servilletas de papel y de la mirada intrigada de los mozos que seguramente esperarían irse pronto esa noche por la falta de clientes. Les iba a dejar una buena propina y no sentí ninguna culpa por ser la única comensal.
Me acomodé en una mesa desde donde podía, apenas, divisar las aguas del Canal. La luz mala del fogón se reflejaba sobre el vidrio y más bien me veía a mí misma tratando de ver el agua que al agua en sí. Pero estaba ahí. Lo sabía y, por el momento, alcanzaba. Comí lo que me dieron ya que no había carta, sólo menú del día: centolla con salsa de camarones y la acompañé con una copa de chablís. Nunca había comido centolla y no puedo decir si estaba bien hecha o no. Si lo estaba, no me gustó. No pedí postre y fue imposible pedir champagne. No tenían.
Una punzada en el pecho me alertó. No podía ponerme triste. Todo ese desasosiego que sentía, estaba segura, se debía al fogón de mala muerte tan lejos de lo imaginado. Me quedaba todavía una hora, apenas habían pasado las once, para hacer de mi cumpleaños algo memorable.
Salí de la zona del Canal y camine hacia la calle San Martín, la principal. Muy poca gente salía de alguna que otra pizzería y casi sobre el final, encontré un Pub irlandés. Entré. Un par de tipos bebían unas pintas y me parecía que llevaban cargadas en el cuerpo unas cuentas más. Desde una rockola sonaba un blues.
Decidí volver al hotel. Mientras desandaba el camino, encendí el móvil que llevaba apagado desde Buenos Aires. Ningún mensaje. Ni de voz ni de texto. Volví a apagarlo.
Una vez en el lobby del hotel, esperando el ascensor, una luz que daba la vuelta sobre el área de desayuno llamó mi atención. Olvidé el ascensor y seguí la dirección de la luz. Emanaba de una barra exquisitamente equipada, con butacones de cuero rojo y una mesada lustrosa. Me acomodé sobre uno de los butacones, en una de las esquinas esperando que el barman tomase mi pedido. Mientras esperaba, me detuve a mirar la magnífica colección de botellas y la tentadora variedad de marcas. Las buenas barras me hacen feliz. Me detuve en las botellas de vodka y, entre las más conocidas, descubrí una verdadera rareza, poco común aún en buenos sitios de Buenos Aires. Descubrí una botella de Wiborowa, un vodka polaco literalmente exquisito. Ahora sí me sentía completamente feliz. Todavía no era medianoche. Quizá llegase, por fin, a tener la celebración que había soñado. El festejo que merecía. El barman, un chico joven con un curioso lunar en el mentón, tomó mi pedido.
-Quiero un martini, pero con vodka.-le pedí.
-Ah, un vodkatini –afirmó el muchacho con una precisión que celebré, sonriente, mientras afirmaba con la cabeza.
-¿Podés prepararlo con Wirobowa? –le pregunté.
-Con lo que quiera –me respondió y se dispuso a hacer su trabajo.
Me lo sirvió con dos aceitunas. Sentí que recién entonces empezaba a festejar. Lo terminé rápido y le pedí otro. El chico lo preparó mientras me contaba que hacía dos meses que se había mudado a la ciudad, que era de Buenos Aires, más concretamente del partido de San Isidro y bla bla bla. Yo lo miraba fascinada, no porque me interesase lo que decía, sino por su habilidad para agitar la coctelera, por su elegancia para verter el contenido en la copa, sin excederse ni una gota; por la generosidad de las dos aceitunas. De mí, no le dije nada. Seguía hablándome, como en un ronroneo mecánico y bla bla bla. Yo oía el sonido de sus palabras pero no lo escuchaba. Sólo distinguía cómo movía la boca sin parar, como el lunar del mentón subía y bajaba, bajaba y subía. Me encontraba completamente absorta en el ritual armonioso de la preparación de mi trago favorito. Luego del segundo, pedí otro más y otro y otro y así.
Al día siguiente me desperté desnuda en la cama de mi habitación sin tener muy claro donde estaba. La ropa estaba tirada en el piso y había una copa de martini vacía y con las aceituna intactas sobre la mesa de luz. Me llevó largos minutos recordar que me encontraba en un hotel de Ushuaia a donde había ido a celebrar mi cumpleaños número cuarenta y cinco. Miré la hora. Eran las dos de la tarde. Me esforcé por recordar cómo había llegado a la habitación y no lo conseguí. Llamé al servicio de habitaciones y pedí un café doble y una limonada.
En tanto, tomé una ducha fría, me revisé con minuciosidad todo el cuerpo y no parecía que hubiese tenido contacto con nadie. Recién cuando la piel empezó a arrugarse, cerré la canilla y me calcé la bata de toalla, una gentileza mullida del hotel. Apenas salí del baño tocaron a la puerta.
El chico del lunar entró con una bandeja con el pedido. Recordé su mandíbula moviéndose, la coctelera, la palabra San Isidro, el butacón, las aceitunas. No hablamos. Nos deshicimos en gestos gentiles y cuidadamente silenciosos. Algo de vergüenza intangible nos unía. Cuando se fue, quise darle una propina que rechazó con desdén.
-Espero que haya pasado un feliz cumpleaños, señora- me dijo y enseguida se dio media vuelta y se fue.
Fui incapaz de recordar si mi cumpleaños había sido feliz. No hice más esfuerzos. Decidí aceptar lo inevitable del olvido.
Me quedé todo el día encerrada en mi habitación, con la bata puesta, mirando por el ventanal los dos puertos. Los catamaranes partían llenos de turistas y yo me preguntaba, como para ejercitar la lógica, a donde se metería toda esa gente por la noche. Deseché hacer cualquier tipo de excursión: ni el lago Escondido, ni la estación de esquí del Cerro Castor, ni el Parque Nacional ni nada de nada. Ni siquiera el soñado faro del fin del mundo.
A las siete de la tarde pedí un taxi y me dirigí al aeropuerto. Mi vuelo de regreso a Buenos Aires estaba marcado para las ocho de la noche. Esta vez el avión salió en punto.
Algo pasada la una de la madrugada llegué a mi casa.
La mesa ratona duplicaba su suciedad. En el medio de ella desentonaba una inmensa caja violeta de cartón con un moño anaranjado gigante. La abrí. Dentro de ella se marchitaban dos docenas de rosas color té con una tarjeta donde alguien había tipeado: “Felicidades, mi vida”.
Me dirigí a mi habitación. Mi marido dormía acompañando su sueño con un suave resoplido. Comprobé que mis hijos no estaban. Sus camas seguían sin tender y sus cuartos parecían igual de desordenados que el día anterior.
Controlé el contestador del teléfono fijo. Había cinco mensajes donde sólo se escuchaba el sonido de un auricular arrepentido.
Volví a encender mi móvil. Ningún mensaje. Lo dejé sobre la mesa ratona. Tomé las llaves del coche de mi marido, busqué al gato y lo cargué. Salí a la calle con lo puesto y sin el bolso.
Manejé hasta que se hizo de día. Hacía horas que había abandonado la ciudad. No tenía idea de dónde me encontraba.
Sólo sabía que estaba lejos. Muy lejos de mí. Al menos tal como me había conocido hasta entonces.
Dry Martini
12:11
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2 comentarios:
Me encanto! El relato es magnifico. Felicitaciones por el excelente trabajo.
Excelente narración, muy buen relato, te felicito
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