Por: Mario Morenza (Venezuela)
Si le pegué un tiro certero para que dejara de molestarme, pues, ¿qué quiere decir? Me tenía obstinado. El teléfono es el teléfono. Todo fue un ritual. Antes del disparo eché por el bajante de basura todos los números telefónicos que tenía. Todas las tarjetas de presentación. Una agenda del año 2000. Del celular, unos malandros se encargaron dos semanas antes en la estación del Metro en El Valle, antes de subirme a una camionetita. Alguien me dijo que lo mío era un desasosiego. Un desasosiego frío, destemplado. Nunca había escuchado esa palabra. Pensaba que me decían en términos poéticos: Te estás quedando ciego poco a poco, con desazón, no ves lo que hay a tu alrededor, busca ayuda.
Y significó eso por dos semanas. Lo obsesivo. Lo ingrato. Bloquear lo que está ante ti. Mi hermano Frankling se mató en un accidente. Bajaba por Tazón. Por esa pista asesina. El asesino en serie más letal parido en Venezuela, y mide dos kilómetros. En vez de parido debería decir pavimentado en Venezuela, que al fin y al cabo, ese es el verbo que se debe emplear con todos los sicarios y asesinos por naturaleza desnaturalizados paridos en nuestro territorio. Tazón ni siquiera ha movido un dedo para apretar un gatillo. Yo sí lo hice. Un sólo intento. ¿Sabes lo que es acertar en un sólo intento? Plaf. Mucha frustración acumulada en un objetivo, esto agudiza la puntería y no te hace fallar. Mi hermano Frankling vivió, antes de morir, tres años en este apartamento. Habitó, quise decir. Su divorcio lo dejó en la bancarrota. Conteniendo el aliento, quise decir. Buscó un psiquiatra siendo él uno de los mejores del país. Su esposa, una asesina en serie en potencia, incendió la casa en la que vivieron por doce años. ¿Habitaron? Murió su hijo de dos años. Asfixiado. Toda una historia de última página de diario amarillista. No he sabido nada de la maldita. Sé que está presa. Y en este país estar preso es una ruleta de la muerte: o mueres apuñalado, o mueres asfixiado por dos manos, a veces por el fuego, o mueres con una roca incrustada en el cráneo, o mueres cayendo de la azotea, a golpes, a patadas, electrocutado, con un barrote que te atraviesa el esternón. Los asesinos son una rampa resbaladiza. Si no sales muerto, sales con sida de la cárcel. Las cárceles son industrias de la enfermedad. La materia prima en las mentes de los reos. Al salir, el mal que los hizo merecer el encierro se repotencia. En las cárceles de mujeres la situación no debe ser menos infranqueable.
A mi hermano hubiera sido el primero en preguntarle qué era desasosiego. El único ser a quien le preguntaría algo de esa índole. Una palabra con tantas eses provoca vértigos con nada más leerla. Es una rampa de frenado el desasosiego. Una rampa de frenado con curvas y cualquiera de ellas te puede mandar a un precipicio boscoso, lleno de ardillas y jaguares, prestos a la carroña. Sin olvidar los zamuros. Y el desasosiego tenía nota musical: Ring. Sonaba cuatro, cinco veces. Sonaba diez. Dejé de pagarlo. Nunca me lo cortaron. Con tantos recibos de teléfonos que me deslizaban, o me resbalaban por debajo de la puerta, podía ahorrarme la compra de papel toilet. Los que llamaban eran ex pacientes de mi hermano. Querían hablar con él. Saludar. Preguntar cómo seguía después del divorcio. Después de perder su primer hijo y mi tercer sobrino. Preguntar cómo seguía después del tiempo. Y, por supuesto, pedir una cita, para que le preguntaran a ellos prácticamente lo mismo y desahogaran su ansiedad por ser escuchados hasta deshidratarse. Me arrepiento de haberle dicho una mañana en la que me creía médico: Hermano, busca ayuda.
Sólo tengo 55 amigos. O familias amigas. O, mejor dicho, entre amigos y familias conocidas, tengo 55. Son los apartamentos restantes de este bloque. Mi mundo de conexiones es mínimo, rectangular como esta estructura de tres pisos. Y hueca. Mi mundo de conexiones también tiene ventanas rotas y filtraciones y perros que ladran hasta deshidratarse. Los que querían hablar conmigo por asuntos del condominio no me llamaban. Venían hasta acá si era muy urgente. Por lo general, esperan hasta la próxima reunión de condominios. Y me calaba su cháchara. La última fue por el impertinente Chow-chow de Chicho.
Cuando maté el teléfono y acabé definitivamente con las llamadas inefables destinadas a Frankling, el Chow-chow estuvo ladrando como diez horas ininterrumpidas. Chicho no estaba en su casa. Me asomé por la ventana y le grité: Calla a tu perro, Chicho. Era como si el teléfono, o el alma del teléfono hubiera reencarnado en el chow-chow, y en ese idioma de ladridos quería alertar a toda la comunidad de su tragedia.
El teléfono me anunció el incendio que desató la maldita. Me anunció la muerte de mi hermano. Ambas, en horarios inconcebibles para llamadas telefónicas. Cada vez que sonaba me exaltaba. Contenía el aliento. Esas dos noches fueron copias al carbón en el tiempo y en el espacio. El repique del teléfono que rasgó ese silencio absoluto. Ese silencio que se siente y provoca gritar, ese silencio que gorgotea y se escucha como un zumbido. Muchas veces, en los últimos tiempos telefoneaban, y del otro lado, nada más escuchaba el silencio, y los breves estallidos carrasposos cuando movía el cable, como si quisiera que saliera alguna voz atorada en el enredo peritonítico del cableado. Luego colgaban. ¿Será la maldita?, llegué a preguntarme. Nada le habrá costado negociar su salida de la cárcel. Una ducha lánguida de sudores ajenos sobre su carne. Y listo. A seguir quemando casas y matando hijos, como las serpientes. La maldita se desliza. Se camina. Se corre. Seguro le dijeron sus compañeras de celdas: Busca ayuda, tú eres buena para eso.
Cuando mi hermano habitó conmigo, fue como vivir con un fantasma. Yo también soy divorciado. Hace poco borré el vídeo de la boda para grabar un juego del mundial de fútbol. No tenía más cassettes. Había trabajo ese día. Y a los clientes a quienes le mostraría los planos, tenían cara de gustarle lo barroco y odiar el fútbol. Así que de haber un televisor cerca, y encendido, seguro sintonizaba una novelita pavosa, o un programa insustancial de variedades. Y fue mejor así. La casa tenía una habitación que sus dueños querían suprimir.
Almorcé con un hijo del matrimonio. Un muchacho de unos veintiocho años. Sus padres se fueron a trabajar y su esperanza, su promesa, su orgullo se sentó en la mesa a conversar. Él dirigiría las operaciones, las sugerencias, prefiero decir: lo que se llevaría a cabo. La habitación que suprimiríamos para alargar la de él, había sido de su hermano. Yo, imprudentemente, pregunté si andaba de viaje o se había mudado. El joven me dijo que su hermano había muerto hace cinco meses. Simulé cara de pesar. Cuando algo me aflige y escucho una mala noticia, simulo cara de afligido por lo que se me es contado, cuando en realidad es mi desasosiego el que siento. “En un accidente” dijo el joven. “De tránsito”, agregó. Le miré a los ojos y apreté los labios. Decanté mi desasosiego. “Por la bajada de Tazón, una camioneta lo chocó y bueno, ya sabes. Yo me casaré pronto. Y traeré a Dalia para acá. Necesitamos espacio”
Yo necesito tiempo. Le conté la historia de mi hermano. Dos meses de diferencia entre asesinato y asesinato. Es curioso cuando pasan estas cosas. Me vi en él. Vi su posible divorcio. La muerte de su hermano que a mí me ocurre a los cincuenta y a él a los veinte. Su divorcio que posiblemente le ocurra a los cincuenta también, o a los seis meses, cuando alguno de los dos se obstine. Cuando uno de los dos empiece a preguntarle al otro: ¿Quién te llamó? ¿Con quién hablabas? ¿A quién llamarás? Graham Bell inventó un arma letal. Un asesino en serie indirecto. El ángel de los abogados.
Mientras estuve hablando con el muchacho, unos veinte minutos, su teléfono móvil sonó unas cuatro veces. Dalia acechando. Hubo otra llamada que el Muchacho Esperanza no quiso atender. Se quedó en silencio por unos segundos, buscó nerviosamente en cada uno de sus bolsillos una caja de Belmont que descansaba justo al lado del cenicero, sacó un cigarro y acarició los restantes como indicándoles su pronta consumación. Después de echar la primera bocanada del humo al aire, me dijo que quería ir al lugar donde su hermano había perdido la vida. Que no se había acercado a esa autopista desde lo sucedido. Acepté la invitación. Almorzamos en un restaurante instalado a la orilla de la carretera y del precipicio que se abre como la boca de un volcán que en lugar de lava, ardían la selva y cientos de pájaros: el suburbio de la ciudad respiraba. Entre ambos pedimos una docena de cervezas y dos raciones de chicharrón. Hablamos del proyecto. Después de la cuarta cerveza reparé en el orbitar de los ojos del muchacho. Se notaba que pronto se graduaría de alcohólico o que en los últimos meses su promedio de bebidas iba en aumento progresivo. De buenas a primeras, se puso de pie y se encaminó hacia la infinita línea blanca que divide el territorio de los peatones con el de los vehículos. Se quedó allí. Yo procuré estar lo más cercano a él, también, sobre la línea transparente que divide el territorio de los que cuidan a alguien con el de los desapegados. Los vehículos se desplazaban a cientos de kilómetros por hora. Algunos se percataban de nuestra presencia insinuante de cruzar la autopista o de suicidas, y se apartaban bruscamente del carril más próximo al arcén, temerosos de vernos abalanzándonos sobre sus costosos parabrisas. Tocaban bocinas capaces de aturdir nuestros oídos en señal de previsión y nos fustigaban la camisa por el efecto de succión del aire al pasar a pocos metros de nosotros. Me miró a algún sector de mi rostro que no fueron mis ojos. Los de él, repito, orbitaban con una moción distinta. Sonrió y volvió a sentarse a terminar su cerveza. Su teléfono móvil sonó unas cuatro veces. Dalia acechando. Hubo una llamada que el Muchacho Esperanza atendió. Le escuché decir: sí, sí, en el gimnasio, ¿ya reservaste? Me guiñó un ojo. Hizo bien.
Volví a mi casa con mis plegarias absurdas. El Metro de El Valle. Un lugar bendito en el que me despojaron de la responsabilidad de atender mensajes y responder llamadas, anotar números. También eché a la basura los números de los clientes. Creo que no hace falta decirlo. Hace cinco minutos tocó la puerta el abogaducho. Navarro quería saber el presupuesto para ampliar su cocina. Me pregunté mientras simulaba elucubrar algo: ¿Cuántos casos de divorcio habrá llevado para costearse ese trabajo? Le dije: Pues, bien, busca ayuda.
Cerré la puerta con una sonrisa hipócrita. Fui a leer el periódico. Por algo se tiene que comenzar para acabar con todo esto. Fui a leer el periódico y ver si en alguna compañía telefónica necesitaban a un arquitecto. Los monstruos se matan cortándoles la cabeza.
El Anti-Ring
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