Por: Rober Paz (España)
Cuando entré en la habitación tuve que apretar el culo para no hacérmelo encima.
Joder, todavía se me ponen los pelos de punta. Era un cuartucho pequeño, situado en el rincón más oscuro de un húmedo garaje del barrio de Lavapies. Las paredes, el suelo y el techo estaban completamente forrados de papel de periódico. No se veía ni rastro del verdadero color de las paredes, ni de las baldosas del suelo, ni del hipotético gotelé del techo. Sólo había periódicos, y a juzgar por el color blanco de los mismos, eran recientes. Si allí hubiera estado mi padre, seguro que habría aprovechado para echarme en cara mi nula afición por la prensa. Me habría dicho algo así como “mira, hasta los chinitos leen más que tú”.
Nunca he sido muy listo, pero deduje sin dificultad que el amarillo que había de pie al otro lado del escritorio, no había dispuesto así la habitación por estética. Lo cierto es que la pistola que llevaba metida en los huevos me ayudó a atar cabos. Una cabeza reventada por un disparo debía ensuciar un huevo. Mi padre solía decir que los chinos eran tipos muy limpios y emprendedores. Al César lo que es del César, no le faltaba razón. A nadie salvo a ellos se les habría ocurrido montar un negocio como aquel, con un sistema de limpieza tan simple y barato.
Mi padre siempre ha tenido buen ojo para catalogar a las personas. Según él, los negros son el fruto de un primer intento fallido por lograr un ser humano en condiciones, los latinos la versión de bajo presupuesto de los europeos, los chinos gente que vive al borde de la hepatitis de tanto trabajar, y yo, un completo subnormal. Y me jode reconocerlo, pero vuelve a tener razón.
Allí estaba yo, sentado junto a mi novia en aquel cuartucho de mala muerte, jugándome que me tocara precisamente eso, una mala muerte. Mi novia Alicia parecía más tranquila que yo, lo que tampoco era muy complicado. En el peor de los casos, si una bala me atravesaba la frente ella cobraría el seguro de vida, y si todo salía bien y lográbamos lo que habíamos ido a buscar, sería feliz para toda la vida. No es que desconfiara de su amor hacia mí, es que desconfiaba de todo en general.
Un moscardón enorme se chocó contra la única bombilla que alumbraba precariamente la habitación. Pensé durante un instante en por qué coño aquel bicho había elegido estar en aquella húmeda y siniestra habitación pudiendo volar por la calle en busca de alguna mierda de perro. Cuando me acordé de la afición de las moscas por la carne muerta, mis tripas se aflojaron y a punto estuve de ser yo el que le dispensara algo de mierda fresca.
El chino se sacó la pistola del paquete del pantalón y la dejó encima de la mesa como, si pudiera oler que éramos dos retardados mentales incapaces de calibrar donde nos habíamos metido. Luego se sentó y me miró fijamente a los ojos durante un segundo. El cabrón tenía los ojos rasgados, como si llevara una semana sin dormir. Pero no, estaba bien sereno porque sabía que tenía que darse prisa. Afuera había un montón de desgraciados como nosotros aguardando su turno. De esas dos pequeñas aberturas amarillentas que eran sus ojos, salió una mirada fina y penetrante que me examinó el alma. Y no lo digo por decir. Nunca he sido un tipo místico, pero eso es lo que sentí. Luego, como si hubiera visto algo en mi interior realmente asqueroso, me hizo un ademán con el rostro congestionado para que le enseñara lo que realmente quería ver. Abrí el maletín que tenía en mi regazo y dejé a la vista los seis mil euros. El chino se levantó a toda leche y vino hacia mí, cerró el maletín y lo agarró bien agarrado. Luego desapareció por una portezuela hacia Dios sabe que rincón de aquel submundo. En ese momento Alicia me miro como solo ella podía hacerlo, con una capacidad inigualable para hacerme sentir como un gilipollas. “Bien, pedazo de imbécil, ahora nos hemos quedado sin pasta y sin nada”, debió pensar.
Por suerte el tipo regresó al poco portando un pequeño saco blanco. Lo puso encima de la mesa y emitió un sonido gutural mientras señalaba al saco. Joder con las prisas, que esperaran las demás parejas como habíamos esperado nosotros. Era el momento. El futuro de Alicia y mío estaba en juego. Introduje la mano, revolví un poco mientras mi corazón se desbocaba como una yegua en celo. Finalmente cerré los dedos alrededor de una y saqué la mano. Apunto del colapso la partí, desenrollé el papel que había en el interior y leí.
Joder que sensación, mejor que mil orgasmos. Los seis mil euros habían merecido la pena, eso desde luego. Se acabaron las dudas, la incertidumbre, la desconfianza. Adios tener que pagar abogados, psicólogos, putas para recuperar el sexo perdido. Alicia me vio la cara de felicidad y se contagió inmediatamente.
—¿Qué pone? ¿Qué pone? —me preguntó como una loca.
—Toma cariño, lee.
Alicia tomo el papel grasiento y leyó con lágrimas en los ojos:
La Galleta de la Fortuna dice:
Usted y su pareja serán felices juntos para toda la vida.
Juntos
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1 comentarios:
Creo que es de las pocas veces que lo escatológico no aparece gratuitamente.
Definitivamente, un ´sinvergüenza´...
...por si en el vídeo había quedado alguna duda, bajo esa apariencia expresiva de Martinín "despistao".
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