El ascenso del submarinista

Por: Tony Labrador (España)

El policía es joven y hubo una época, no hace mucho, en la que fue bien parecido. El policía respira aire viciado, el único que conoce desde hace varios meses. De pie en medio del sótano de la fábrica huele a pólvora, a sangre y a orines, y la pistola tiembla lloriqueante en su mano. En el suelo, a su alrededor, yacen los cuerpos de aquellos con los que ha estado compartiendo su vida en esta oscura etapa. Tres vulgares traficantes de drogas, uno de ellos menor de edad, heridos de muerte en el mejor de los casos y definitivamente muertos en el peor, y un cuarto elemento, un hombre en la sombra al que el policía no llego a conocer demasiado bien antes de terminar encarándole y volándole las rodillas.

En la penumbra, el policía simplemente espera que alguien acuda a ayudarle. Que alguien se le acerque y le cubra con una manta que oculte sus andrajosas ropas que huelen a miseria, que alguien a quien no recuerda muy bien baje las escaleras de piedra y le consuele con un abrazo, para que así se sienta mejor, para que así su mano deje de temblar.

Gente de uniforme azul irrumpe en el sótano, blandiendo linternas en todas direcciones. Alguien apunta al policía y le grita que tire el arma y el policía no hace ni caso y alguien dice: “es uno de los nuestros”, y se dedican a prestar atención a los que están en el suelo, muertos o agonizantes, y los esposan a todos, muertos o no, antes de que empiecen a bajar las camillas. Alguno de estos hombres uniformados se acercan al policía y le dan palmadas en la espalda y en el hombro y le llaman colega, compañero y amigo, y alguno hasta le llama por el nombre que ha estado usando en la calle últimamente pero ninguno le llama por su auténtico nombre porque ninguno lo sabe, y hasta al policía le cuesta recordarlo.

Y de repente dice: me llamo Javier, pero da lo mismo porque nadie le ha escuchado. Al menos, eso sí, alguien le cubre con esa dichosa manta, y le acompañan arriba, fuera de la fábrica, hacia el frío, hacia la vida.

La noche es azul y roja, y suenan sirenas y sirenas, distintas todas, unas encima de otras. Javier se siente aturdido por las luces, aturdido y cansado, quiere sentarse y sus rodillas se doblan para lograrlo y los agentes que le escoltan y que tiran de él para que no se detenga le miran y se miran entre si y por supuesto no se detienen hasta que llegan a una ambulancia y sientan a Javier en el suelo de la caja trasera. Le dan otras dos palmadas más en cada hombro, una cada uno, y hacen un mohín de lástima viril mirándole y se marchan cada uno por su lado. Javier se queda sentado envuelto en la manta, mirando sin ver, y una mujer se le acerca, una mujer de su edad y con lágrimas en la cara, y le da un abrazo tan fuerte que casi le tumba y le planta un beso ansioso en los labios robándole todo el aire viciado de los pulmones y Javier se lo devuelve como buenamente puede, porque recuerda que la mujer es su esposa y algo le dice que así es como han de tratarse un marido y su mujer.

Su mujer, Silvia, pues por ese nombre la recuerda, le toma la cara entre las manos y le dice llorosa un montón de cosas, de las cuales Javier sólo distingue su propio nombre, repetido una y otra vez, Javi, Javi, Javi. Él cree que debe responder a esa demostración de cariño y sonríe, en una mueca torcida y patética, y Silvia rompe a llorar más fuerte aún.

Un hombre con el pelo cano y traje oscuro, vagamente familiar, se acerca a ellos y habla con Silvia. Mira a Javier de vez en cuando. Parece que su intención es tranquilizar. Javier le oye decir: "Ahora mejor marchaos a casa. Teneis que descansar, sobre todo él." pero, en su cabeza, también le oye, le recuerda, decir: "Llévate a esa escoria a la fábrica con la excusa que sea y no hagas nada hasta que lleguemos".

Llévate a esa escoria a la fábrica con la que excusa que sea y no hagas nada hasta que lleguemos. Tienen que ir todos, los cuatro. Asegúrate de que vaya el bicho gordo también, que estén todos porque esta noche los empapelamos. Tú sólo mantén el tipo y que no se lo huelan, sólo aguanta hasta esta noche y habrás acabado. Lo has hecho de puta madre hasta ahora, Javi. Hazlo de puta madre hasta el final.

En el coche familiar, Javier huele a nuevo y al sutil perfume de ella. El asiento es cómodo y le invita a rendirse al sueño. Una sensación cálida le abraza y le adormece, pero en su interior otra sensación, aguda y dolorosa y negra le impide relajarse tanto como para desvanecerse. Con los ojos cerrados siente crisparse los músculos de su cuello y de sus brazos y sus piernas, siente los calambres y los escalofríos. Ella le toma la mano, su piel es suave y templada. Tranquilizadora. Los calambres se adormecen, sólo un poco, y también Javier lo hace, sólo un poco.

En el barrio residencial huele a tierra mojada y a tortilla francesa. En la calle sólo hay un par de vecinos paseando a sus mascotas que resbalan en el asfalto mojado, y observan descaradamente como la pareja baja del coche a toda velocidad y como desaparece dentro el portal con la misma celeridad.

Javi, ¿dónde estás?
Ya estoy aquí.
¿En la fábrica?
Sí.
Vete.
¿Qué?
Lárgate. Se han enterado de quien eres. Aún no sabemos cómo, pero un confite nos lo ha largado. Lo saben todo.
No puedo irme, les estoy viendo. Han salido del coche, vienen hacia aquí.
Tú aguanta, ¿eh, chaval? Vamos para allá.
Tengo que colgar.
Aguanta, chaval. No te derrotes, pase lo que pase, y aguanta.
Te dejo. Adiós.

La casa está limpia y ordenada. La calefacción la hace confortable. Parece la casa de otro, no la suya. Silvia dice que se tumbe, que descanse, que le va a preparar algo de comer. Él se quita la chaqueta y entra en el baño.

En el sótano de la fábrica el ambiente era funerario. Por parte de él y por parte de ellos. ¿Qué nos han dicho, Ruso? No lo sé, ¿qué os han dicho? ¿Quién eres? ¿Como que quién soy? Es una conversación terrible para tener en un sitio tan lúgubre cuando estás totalmente seguro de que alguien va a morir. Habla, hijo de puta, que lo sabemos todo. ¿Qué sabeis? Y, ya se sabe, en esos casos las cosas discurren como manda el miedo y la testosterona. Un empujón, un tirón de la solapa, empiezan los gritos, siguen los empujones y estallan los puñetazos sólo por un instante antes de que el más rápido saque su arma y la emplee con los que le rodean. Plaf, plaf, plaf, blam-blam-blam-blam.
Y la calma que sucede a la tormenta da incluso más miedo.

Cuando se queda sola, la caricatura humana siente deseos de llorar, de horror, de felicidad, pero sobre todo, de miedo. De miedo escénico. El miedo que siente un actor cuando tiene que presentarse ante alguien que posiblemente antes era su público pero que ya ha dejado de serlo. El miedo le muerde en la nuca cuando, espídico, desencajado, registra los bolsillos de los muertos y heridos, y con más intensidad aún cuando, decepcionado y aterrorizado por haberlos encontrado vacíos, vuelve a su posición inicial, quieto, de pie en miedo de la fábrica, con la pistola temblando lloriqueante en su mano.

El terror se vuelve pánico esperando a que se acerquen las sirenas, que se acerquen más y más, cuando piensa en lo que pensará todo el mundo. En lo que pensarán todos aquellos que conoce, lo que pensarán unos y otros.

Lo que piensa Silvia en la cocina, preparando la cena, deteniéndose a cada rato abrumada por sus violentos llantos de felicidad, por la sensación de liberación, por el futuro que está por venir.

Y lo que piensa él mismo en el baño, jadeante, con los ojos enrojecidos, las manos temblando de forma grotesca, el cuerpo entero en tensión y la boca contraída en una mueca de dolor que congela las lágrimas en sus ojos, cuando piensa en qué va a ser de él ahora, cuando introduce la mano en el bolsilo de su sudadera y saca su estuchito y lo abre con torpe cuidado y saca su hipodérmica.

Su hipodérmica vacía.

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