Por: Antonio Ramos (México)
Le digo a Fernanda que no nos metamos en el bosque. Se lo digo. Se lo digo hasta tres veces. El bosque puede ser peligroso. De noche, del bosque salen ruidos, sonidos que llegan hasta la casa. Se lo digo, mejor vamos a un cuarto o vamos a escondernos. Se lo digo varias veces pero ella sólo me aferra más de la mano y me lleva con cierta autoridad. Dejamos atrás la casa. Dejamos los perros. Sí, porque en la casa tenemos dos perros. Uno se llama Teniente, el otro Manuel. A Teniente lo encontramos deambulando en el camino, con su lengua negra por fuera, parecía una víbora. A Manuel lo compramos en una tienda de mascotas. No es un perro de campo. Aunque aquí sí puede salir, cuando venimos para acá, pero Manuel no sale. A mí me acompaña hasta la puerta de la entrada y se queda ahí moviendo la cola. Cómo quisiera que Manuel viniera ahorita tras de mí. Cómo lo quisiera. Pero Fernanda me aferra del brazo. De ella sólo veo la espalda, su cabello negro, la mochila que lleva al hombro. Quisiera decirle que paremos, pero no es cierto. Me aprieta sin mucha fuerza, como si no quisiera apretarme pero no deja de llevarme al interior del bosque, donde dice, es más seguro. Atrás, en la casa, dejamos la fiesta. Han traído comida del pueblo y mataron un borrego. Yo vi cuando mi abuelo lo destazó y cómo le quitó las borlas de lana con agua caliente. El agua estaba tan caliente que la piel del borrego parecía roja. Y Fernanda miraba todo muy junto a mí y me dijo: al rato vamos al bosque. Así lo dijo, yo no le contesté. Estaba más emocionado viendo cómo destazaban al borrego. Nunca había visto eso. Salió mucha sangre y ahí estábamos todos los hombres de la casa. Papá, mi hermano Humberto, mi abuelo, mi tío José Luis, mis primos Pepe y Álvaro, mi primo mayor, y don Matías, el hombre que cuida el rancho. Las mujeres andaban en otro lado, en la cocina, preparando quien sabe qué. Fernanda estaba con ellas. Se paseaba. Vino un ratito a ver el borrego destazado y sonrió y fue entonces cuando me dijo: al rato vamos al bosque. Comimos, mi abuelo dijo unas palabras en memoria de la abuela. Habló de que todos los años venimos aquí a honrar la memoria de la abuela. Habló de ella, recordó alguna anécdota de cuando mi abuela perdió un sombrero en un aire rabioso que se levantó de la nada en plena avenida central y cómo la abuela corrió tras el sombrero sorteando los carros. El sombrero se elevaba aún más como un pájaro libre al fin y el abuelo nada más lo miraba y se reía de la abuela sin moverse de donde estaba y dijo que desde entonces, para él, la vida era como ver a la abuela siempre corriendo tras ese sombrero llevado por el aire y cuando finalmente lo alcanzó no se lo puso y regresó toda avergonzada a donde estaba él. Mi abuelo dijo que esa era la abuela Goya, ese espíritu y mis padres sonrieron y mis primos estaban aburridos y con hambre. Entonces trajeron el borrego, lo habían cocido con todo y piel y de los orificios manaba una grasita que olía muy bien. Todos comimos. Después cada quien se fue por su lado y Fernanda me tomó de la mano y me dijo: ven, vamos, no nos vamos a tardar. Y así estamos ahora caminando entre los árboles. Los arbustos casi nos tapan. Yo no puedo ver hacia tras y hacia adelante. De lejos quisiera ver el rancho, sus muros, pero no veo nada. Sigo a Fernanda. La sigo. Llegamos hasta un claro. Salimos de él, nos metemos entre los árboles. Después caminamos un poco más. Sólo hay arbustos altos y un olor a bosque, un frío olor a bosque. Fernanda dice: aquí, aquí mero. Y no sé porqué me lleno de emoción. Finalmente llegamos. Miro hacia atrás. Me da miedo que venga alguien del rancho. Miro hacia atrás, hacia adelante, pero Fernanda me dice que sssssshhh… lo repite suavemente, sssshhh. Me sonríe. Es más alta que yo. No mucho pero me saca al menos medio codo. La mido y se lo digo: me sacas como medio codo de altura. Fernanda vuelve a sonreír. Lleva puesta una blusa rosa, una falda de mezclilla y entonces le veo los zapatos. Están viejos. Cuando se los quita esconde con vergüenza los hoyos en las calcetas. Espera, me dice, y entonces extrae de la mochila una manta azul que tiende sobre el claro. Mientras lo hace huelo el pelo de Fernanda. Huele a lo que huele el estanque, al agua de la pileta. Sin decirme nada se termina por quitar las calcetas y tamborilea como puede los dedos de los pies sobre la manta que deja ver un poco los accidentes del terreno, levantada en partes a causa de la maleza. ¿Y ahora? No sé qué contestarle. Sus ojos brillantes, pulidos, como piedras de carbón. ¿Y ahora? No sé, pero no sé qué decirle, ¿por dónde se empieza a desnudar a una mujer? Fernanda mira hacia todos lados y aprieta la quijada, no con enojo, ni con fastidio, sino con una mansa resignación. Se sube un poco la falda y se soba los muslos, mueve la cintura, aprieta las piernas morenas sobre su piel tersa, luego las sube hasta esconderlas bajo la falda y baja lentamente las manos y asoma el calzón, lo deja caer con experiencia pero al mismo tiempo con cierto pudor y lo deja junto a sus pies. Los holanes son azules, el calzón es de una tela casi transparente y siento un nudo en la garganta cuando imagino el olor que tendrá aquella tela. Fernanda empieza a subirse la blusa y lo primero que veo es la cintura delgada, después el nacimiento de sus pechos puntiagudos, muy juntos uno del otro. Fernanda se mueve con lentitud, sus ojos se encienden, sonríe cuando siente el aire en los pezones grandes, morenos, unos pezones que casi quieren cubrirle todo el seno. La blusa cae. Ella la deja a sus pies, igual que el calzón. La veo que empieza a desabrocharse la falda, baja el cierre, noto cómo la falda se suelta pero ella no la deja caer. Mira de nuevo hacia atrás, hacia la fiesta. Todo está tan callado. Tan miserablemente callado. No sé porqué recuerdo entonces a la abuela con aquel sombrero rojo que vuela, movido por el aire y a la abuela corriendo entre los coches, con toda su vejez y a mi abuelo inmóvil en la banqueta, contemplando algo, quien sabe qué. Miro el sol. Ya es hora. Fernanda termina por dejar la falda en el suelo que cae igual que las otras prendas. También sonríe, pero es como si no me sonriera a mí. Estoy por quitarme la camisa cuando escucho pasos atrás de mí. Vuelvo la mirada hacia atrás. Álvaro. Mi primo Álvaro. Me sonríe con esa autosuficiencia tan normal en él y mira a Fernanda quien no se inmuta, ni se apena. Es como si lo esperara. Álvaro se me queda viendo con una expresión de burla, da unos pasos hacia mí, quiero correr, volver a la casa, quiero correr, pero mi primo me aferra del hombro. No te vayas, dice, Fernanda me contó, pero tú estás muy chico, no la amueles, pero aquí te vamos a enseñar. Me quedo plantado. Observo la malicia en el rostro de ella mientras mi primo empieza a quitarse el pantalón de mezclilla. Cierro los ojos. Trago saliva. Tengo ganas de salir corriendo pero no me muevo. No abro los ojos hasta que escucho cuando los dos cuerpos caen a tierra. Y lo veo todo. El pelo de Fernanda parece estirado sobre la maleza, enredándose en ella, quién sabe con qué raíces. Mi primo le aparta lentamente los muslos con sus manos grandes. Son dos cuerpos que se estremecen. No sé porqué, pero me acerco. Veo el rictus en la cara de Fernanda, como si se olvidara de todo. Así lo hacemos en la familia, alcanza a murmurar mi primo y es todo lo que dice porque empieza a comerse a Fernanda como si tuviera prisa, como si una gran prisa le hubiera entrado de improviso, Álvaro le besa aquellos pezones grandísimos que se pegan a sus labios como si fueran ellos quienes succionaran. Por un momento es como si no estuviera aquí, con nosotros dos, con mi primo Álvaro metido en ella y yo mirándolos. Todo es muy rápido cuando Fernanda abre las piernas y abraza con ellas a Álvaro por la cintura. Empiezan a gemir y es entonces cuando ella me mira, manotea y me extiende la mano. Su mano me busca con hambre y no sé porqué pero se la tomó, la aferro. Siento a través de ella las pulsaciones. Su brazo se mueve por el vaivén y no deja de mirarme salvo cuando cierra los ojos para gritar. Y grita. El suyo es un grito gutural, casi como de una bestia que pasa por mi piel y sube por mis venas y me cala hondo en la parte más fría del cerebro y mi primo también grita pero el suyo es más callado, como un grito de enfermo y seguimos ahí los tres, trenzados, ellos con los cuerpos, yo con la mano de Fernanda que se aferra a mí como si naufragara. No puedo no verlo desnudo, su miembro enrojecido, pero cierro los ojos. Finalmente Álvaro se desatiende de nosotros y se viste. El sol ya está cayendo. La sombra de mi primo se mete entre los arbustos, como llena de vida. Lo oigo decir. ¿Ya viste? Así se hace, a qué primo este, pero ya estabas en edad de saber. Esto queda entre tú y yo. Cuando termines vente a la casa, no te preocupes por el dinero, ya está arreglado. Lo veo irse como antes llegó. Cuando nos quedamos solos vuelvo a morena desnudez de Fernanda. Ella intenta sonreírme. No me quito la ropa pero ella tampoco se viste. Su calor me invade de una manera distinta. Su respiración es cálida y siento el calor de su sexo sobre el mío. No importa que al rato pregunten por nosotros. Así nos quedamos, abrazados, hasta el anochecer. Y no sé porqué también pienso en la abuela y su sombrero estúpido en el aire. Fernanda me sonríe. Seguimos tomados de la mano.
Experiencia sexual temprana
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