Por: Jorge Pujado (Chile)
Me bastaría un síntoma, un cambio, una rareza más dentro de mi organismo, para que no existieran dudas al respecto Francisco, te dije y te reíste, aunque a ti te parezca imposible, absurdo, como te reíste cuando te dije que era mi primera vez, que no acostumbraba irme con caballeros a sus departamentos. Después de varios intentos tuyos por fin cedí. Era bonito tu nido, de ese modo lo llamabas, porque no era tu hogar, y apenas llegando ahí me sacaste el uniforme como a mordiscos, como ronroneando. A mí se me erizó todo y me dolió bastante y sangré un poquito y te dije que te amaba, porque me había entregado sin medir las consecuencias, y te musité (más por timidez que por falta de convencimiento, ya que después te juré la veracidad de mis palabras) que te amaba, nuevamente, así, al oído. Ahí desplegaste tu risa cínica, llenaste el living con tu risa. Ni alcanzamos a llegar al dormitorio la primera vez debido a tus urgencias, y sólo me dijiste con esa cara de sensualidad tuya, Ale (te gustaban los diminutivos, te gustaba disminuirme, nunca el nombre entero, nunca la entrega total), amorcito, ricura, cosita, pero nunca te amo, ni siquiera esa primera vez.
El discreto médico amigo tuyo se sonríe igual a ti mientras me saco el uniforme y a mí me viene el convencimiento de que todos los hombres que sacan uniformes son idénticos, que son amigos, cómplices, que se sonríen y se dan codazos después, en la revisión. Me da la idea que todos acuden a este consultorio alegres, satisfechos, a compartir las anécdotas de cómo fue, cuánto gritó la guagüita, cómo se movía, de si pedía más. El médico amigo tuyo insiste en no comprender el motivo de la consulta. Se encoge de hombros ante mi insistencia. Tú también Francisco. Le explico que asisto a su despacho debido a mis mareos después de, sobre todo después de la primera vez. Es que te fuiste al chancho, te explica. Pobre guagüita, agrega, y me mira tierno. A mí me viene el pudor de quitarme toda la ropa porque sólo tú, Francisco, me has visto así, y el doctor sube con el aparato frío por mis piernas mientras me trago, horizontal en la camilla, el miedo a haber metido la pata, a tener que enfrentarlo sin ti, una nueva vida sin ti, porque tu sonrisa ahora no sirve para nada, tus carcajadas de quien está acostumbrado a conseguir lo que quiere, casi como un designio de cuna, no detendrán el ensanche de mi cuerpo, no van a afirmar las costuras del uniforme. Y ahora el roce del metal me estremece como tú me estremecías cuando subías con las manos y la lengua por mis piernas, y yo me entregaba, me volvía como un caldo hirviente por dentro, como esas perras que se quedan paradas en las esquinas de mi villa sin ladrar, aguantando que se les suban, ayudando a que entre más con su propio meneo.
Aunque yo sé que si ocurre lo que no deseo pero espero sin remedio, no vas a estar conmigo, sino con tu familia ya constituida.
Tu amigo médico te pega un segundo codazo, y los dos me miran riéndose. Insisten que es imposible, que no pasa nada. Yo te digo bajito, con vergüenza, que llevamos más de dos meses dándole así nomás, a la buena de Dios (yo espero que Dios no se moleste por mezclarlo en estos asuntos engorrosos), y que cómo que no pasa nada. Tú te ríes, me tiras el uniforme a las manos para que me vista, me lo ordenas sólo con la mirada, y le dices en voz baja al doctor que no me mire tanto, que no se entusiasme con esta guagüita, que este potito no te lo voy a heredar, éste no, definitivamente, y el doctor me mira y le brillan los ojos, casi tanto como su argolla.
A ti te brillaban los ojos también esa primera vez, ¿recuerdas Francisco?, cuando después de consumar nuestro amor en el sofá del living me miraste de frente, a los ojos (nunca más lo volviste a hacer), y me dijiste que yo era lo más importante para ti, pero que a pesar de eso no se podía deshacer una vida ya hecha, remar contra los prejuicios, no se podía lastimar a gente inocente, a tus niños, los que te rodeaban jugando cuando te divisé en la plaza y tuviste que fingir que no me conocías. Después de poseerme encendiste dos cigarrillos y me ofreciste uno. Parece que era el día destinado a mis primeras veces. Entonces, ¡cómo lo recuerdo!, a las puntadas que sentía todavía adentro se unieron mis ahogos ridículos, mis toses infantiles en la alfombra. Y te reíste tanto Francisco. Ahora comprendo que te reías de mí, con el cinismo de tu risa ronca que aprendí a reconocer entre tus embestidas diarias por las tardes, cada día menos cariñosas. Porque te olvidaste que te había costado tenerme, que no me deje seducir al tiro, cuando te acercaste por primera vez en la puerta del liceo, entre las miradas maliciosas de mis compañeros de curso, con el brillo en los ojos que tienen los hombres que comparten la complicidad de los amores clandestinos, de los que ya se han enviciado con el ardor furioso y repentino de los hombres allá abajo, con el brillo y la baba como pegada a mis caderas de tanto mirarme mientras me alejaba en dirección hacia ti, sin remedio hacia ti, mi Francisco.
Mientras me pongo el uniforme el doctor sonríe. Yo insisto en el tema que me preocupa. Francisco, no puedo dejar de pensar en la desilusión de mi papá, de mi mamá, la vergüenza para mis hermanos chicos, la salida segura del liceo, trastocar todo mi destino porque tú, mi Francisco, sólo tú, me arrastraste a esta pasión incontenible, a este incorrecto juego maldito (para mí no ha existido nada más serio, para ti fue sólo eso), a este desasosiego de mi cuerpo que ahora se revuelve entero desde el estómago temiendo por las consecuencias de tu abuso. Sí Francisco, igual tú te aprovechaste, con tu experiencia. Ahora no tengo dudas de que yo fui parte de una larga lista marcada por la inocencia, la calentura y la estupidez, por el amor a fin de cuentas.
Me agacho para colocarme los zapatos. Veo que el doctor se pone serio. Hace unas señas de que no entiende, se le acaba la sonrisa cuando se refiere a mi porfía, y me pide que me tranquilice. Y a ti Francisco te dice lo mismo, que te calmes. Ahora el doctor te pregunta que a qué liceo rasca te fuiste a meter esta vez y se sonríe, me grita ignorante sólo con su mirada de haber sido universitario exitoso, tú te ofuscas, pero cargas conmigo, con la furia que conocen mis caderas ensanchadas, desde aquella primera vez, me haces callar, yo insisto Francisco, Ale, me gritas, te enojas, pero Ale, pero nada te contesto, te enciendes distinto al departamento, sin ronroneos, sólo con rabia, Ale, imbécil agregas, no te permito continuar, dijimos que habría respeto siempre Francisco, te amenazo con que me tengas que responder, con denunciarte, tengo trece años te grito y me levantas la mano como para golpearme, para volarme los dientes, y yo me mantengo ahí, materia dispuesta, comida rica sobre la mesa, sobre la cama, sobre la alfombra, donde sea, Ale, guagüita, cosita, como siempre, como de un tiempo a esta parte que sólo se me ha revuelto el estómago, la vida, y de pronto te sonríes, ignorante me dices, masticas la palabra con ternura, con la misma ternura del principio que ya creía perdida para siempre, te ríes sin poder contenerte y me fulminas: "¡Ale, Alejandro, imbécil, los hombres no se embarazan!".
La primera vez
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Jorge Pujado
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