Francisco, Yo y el Conde

Por: Damián Carrillo (Perú)

Doy el último sorbo a una lata de cerveza, con la otra mano abro la puerta del departamento, entro, abro una lata más, la bebo mientras me ducho y otra cuando me visto.

Las cosas no me han estado yendo bien, el panorama se pinta igual que hace muchos años, como cuando estuve a punto de colapsar. En esos momentos mis amigos me ayudaron, hablo de Francisco y del Conde. Estaban justo en mis instantes difíciles, nadie nos presentó, ellos aparecieron solos, debe ser porque frecuentábamos los mismos lugares. Nos gustaba ir a los conciertos de música subterránea, nunca nos citábamos, simplemente coincidíamos. Pero eso fue hace mucho, de alguna manera mi vida mejoró, tomé unas vacaciones y cuando regresé nunca más los volví a ver. Ahora estoy solo.

Hoy en el bar Esquizofrenia es el reencuentro de una banda de esa época, nuestra banda favorita, así que me estoy preparando para ir, no dejo de beber cerveza. Algo me dice que los volveré a ver, lo presiento, lo sé, es imposible que ellos falten a ese concierto.

Llego al bar, en el primer piso ya no hay sitio, así que subo al segundo nivel, me siento frente a una mesa pequeña a lado del balcón que da al escenario y le pido al mozo una jarra de cerveza y tres vasos vacíos, "mis amigos no tardan en llegar" le digo.

Estoy terminando la jarra, de vez en vez bebo de la lata de whisky que llevo en mi casaca. La banda comienza a probar sus instrumentos, el cantante está disfrazado como antes, pero ahora está gordo y calvo, sonrío. Estoy ebrio, ¿cómo pude ser tan estúpido en pensar que ellos vendrían? Miro el fondo de mi vaso, cuando levanto la mirada lo veo al otro lado de mi mesa, sentado frente a mí, “no eres estúpido” me dice. Es Francisco, no nos abrazamos ni nada de eso, sólo nos decimos “salud” y secamos nuestros vasos, como en los viejos tiempos. Le cuento que mi vida es una mierda, que he vuelto al punto de partida, y él me repite las mismas frases que siempre me decía para tranquilizarme: “todo pasará”, “no pierdas las esperanzas”, las mismas palabras, como si no hubieran pasado los años.

La banda empieza a tocar, los pendejos tocan exacto, no han perdido la fuerza, el cantante tampoco, lo hace bien pero aún me causa gracia. Nos paramos apoyados en la baranda. Saco la lata de whisky, la termino. Cada trago que bebo es el pase de un trapo despavonando de normas el vidrio de la ventana mental hacia mi pasado.

Suena el punteo inicial de “Destruir”, la canción favorita del Conde, ¡qué buena canción carajo!, escucho a mis espaldas la voz del Conde cantándola a todo pulmón. La música tiene un volumen exagerado, como debe de ser. No podemos hablar, el Conde no necesita hacerlo, estamos los tres nuevamente juntos.

Alguien me empuja por la espalda, sólo distingo algunas lisuras, volteo, es uno de tres muchachos, de casi la misma edad que la que tenía yo cuando conocí a mis amigos. Parecen hijos de mami, cuando termina la canción entiendo que lo que quieren es que me mueva, que me siente porque no los dejo ver. ¿A quién se lo ocurre escuchar esta música sentado?

Francisco me dice "ignóralos, son unos niños, además ya falta poco para que termine el concierto". El Conde no me dice nada, sino que de frente les dice que se vayan a la mierda. Uno de ellos trata de golpearme pero sus amigos lo sujetan, me hacen gestos para que salga a la calle a pelear. No logro entender como unos adefesios como esos van a pretender pegarnos a tres de la vieja camada, de los que no sólo hemos protestado con palabras, sino también con nuestros puños.

La banda termina de tocar y se despide, Francisco me dice que no salga, pero veo que el Conde ya está bajando las escaleras, lo sigo, he esperando tanto para estar juntos, no lo voy a abandonar.

Los tres niños están parados en la acera de enfrente retándonos, vamos hacia ellos y empezamos nuestra vieja rutina: Francisco, Yo y el Conde, ése es el orden en que enfrentamos nuestros problemas.

Francisco se acerca primero, él es bueno con las palabras, a veces hacen más daño que los puños del Conde, pero ellos no quieren entender, y uno le lanza una lata que le impacta en la ceja, sangra. Ahora es mi turno, Yo peleaba siempre antes del Conde, tenía más resistencia, los cansaba y los preparaba para la masacre. Siento que estamos parados sobre un charco de combustible, sólo una chispa convertiría esto en un infierno. Pienso que los tiempos han cambiado, que ya no soy el mismo, y les digo que nos retiremos. Pero el Conde dice su frase favorita: “ahora no se metan que yo puedo solo”.

Los niños nunca se intimidaron ante nosotros, ni aún sabiendo que éramos el mismo número de oponentes, pero cuando ven los ojos del Conde puedo sentir sus miedos. Uno de ellos se adelanta, da un paso con la pierna izquierda, el Conde salta y cae con la suela de su botín sobre su rodilla, se escucha un chasquido como cuando desarticulas una pierna de pollo. Chilla como una niña tirado en el suelo, sus amigos se rinden, no quieren más. Convencemos al Conde que entremos al bar, ya fue suficiente.

Nos sentamos en una mesa, pedimos una jarra más. Antes, la pelea no hubiera terminado ahí, hubiera sido una matanza, por eso me sorprende que el Conde haya aceptado dejarlos en paz. "Debemos ser civilizados, parte de la madurez es saber que la violencia no te lleva a ningún lado, que no vale la pena hacer caso a los insultos" dice Francisco. Ya no quiero escucharlo, mis problemas me superan, el cristal de mi memoria está ahora limpio, puedo ver mis oscuros recuerdos repitiéndose en el presente, y siento rabia.

El Conde dice que va al baño, sé que no es así, y cuando sale por la puerta hacia la calle, el tiempo se congela para mí, un puñado de minutos que dejó de existir dentro del bar. Todo continúa, solamente cuando el Conde se sienta de nuevo con nosotros. Veo su mano ensangrentada, “eso pasa cuando le revientas los dientes a unos bocones” dice. No fue necesario que le preguntáramos a dónde fue, se para y vocifera: “recuerden nuestro lema, si empiezas algo termínalo, y eso es lo que acabo de hacer. Sé que los tiempos han cambiado, pero por suerte, yo no”. Levanta su vaso y hasta Francisco brinda.

El mozo me despierta, estoy tirado sobre la mesa del bar, le pregunto por mis amigos, él dice que no me ha visto con alguien. Voy al baño, me miro en el espejo. Tengo un corte en la ceja: Francisco. Veo mis ojos: Yo. Observo mi mano derecha con sangre: el Conde. Son tiempos difíciles, mis amigos han vuelto, no estoy solo, soy nuevamente Francisco, Yo y el Conde.

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Relato incluído en el libro Desamor Mundano.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Eso pasa cuando estAS BORRACHO O TIENES VARIAS PERSONALIDADES. NINGUNA AGRADABLE. ESTE CUENTO ESTA MUY TONTOY NO ME GUSTA. K,