Por: Elías "Jota" Urdánigo (Ecuador)
La conocí en Nueva York, en otoño de 2006. Tenía 16 años y hablaba español porque sus padres habían sido embajadores en Argentina. Era rubia, de ojos azules y nariz fina. Su cuerpo era perfecto. Delgada, alta, atlética, sexy. Yo tenía 20, y trabajaba en la redacción de Journals Young, como su nombre lo dice era una publicación de jóvenes, para jóvenes. El único que llegaba a los 29 era nuestro director y editor en jefe del semanario, Pierce, el inaudito.
Yo tenía el encargo de realizar una entrevista a deportistas jóvenes. Así que se me ocurrió ir a la federación de ajedrecistas. Ella se llamaba Janis Holfind, tenia 16 años, era rubia, y era la mejor ajedrecista en su categoría. Yo era un chico venido de Sudamérica, con apenas 20 años, haciendo una pasantía en el Young. Con padres de clase media, dedicados y cristianos. Y me metía de vez en cuando un pase de cocaína, para animar cualquier fiesta, y aniquilar la depresión.
Después de la entrevista la invite a salir. Nos fuimos a un bar cerca de Fifth Avenue. Un bar con lucecitas de colores en la entrada. No te vendían licor, sino mostrabas identificación. Pedimos un par de malteadas, y escuchamos un par de canciones de Cristina Aguilera, y Fiona Apple.
Janis era muy desinhibida, divertida e inteligente. Le gustaba mi profesión.
- Vivir cosas y luego escribirlas, es mejor que inventarlas. Es mejor que ser un escritor de ficción, aunque Paul Auster es…
Nadie va hablar de Auster, nadie va hablar de periodismo, ni siquiera de literatura, o tal vez un poquito. Porque sus ojos lo pedían, y yo tenía que satisfacerlos. Entonces hablé de Onetti, de Borges y Cortázar. Todo lo demás puedes saltártelo, Latinoamérica no es un lugar de escritores sino de funcionarios corruptos, le dije.
Luego me invitó a casa de una compañera suya, donde otros chicos, suavemente rudos, tenían una reunión. La reunión se transformó en fiesta. Y terminé enseñándoles a bailar salsa y reggeton aun montón de blancuchos insípidos, con aspecto de bebés superdesarrollados. Por más tatuajes, o piercing que llevaran en la cara, no eran los chicos salvajes que querían aparentar, tal vez eran un poco inteligentes, según lo que pude comprobar luego, pero no lo suficiente como para salir del molde. Como para ser la bestia que se fuga de la manada.
- Tus amigos también juegan ajedrez -le pregunté a Janis.
- No, ellos son compañeros de la escuela y sus habilidades son otras. Por ejemplo Carl es pintor, expone en la escuela, e incluso ha vendido un par de pintoras. Dibuja cuadros realistas pero dentro mete un par de detalles fuera de contexto, un caballo en un bar de Manhattan, una torre de telecomunicaciones en una playa concurrida. Liza es poeta, el próximo año le publican su libro, Golosinas Venenosas. Michelle es escultor.
- Ok, ok, no quiero todo el prontuario.
- Pensé que a los periodistas les gustaban los detalles.
- Tal vez, pero solo cuando están de servicio y este no es el caso.
- Así que ahora es algo personal.
- Sí, exactamente eso, algo personal.
Me acerqué a sus labios y la besé.
- Por qué elegiste el periodismo -me preguntó después de un breve minuto, la tenía apretada contra mi cuerpo bailando una salsa de Mark Anthony. Su pelvis chocaba en mi muslo derecho. La erección iba lenta, ascendiendo en la oscuridad como un tejón saliendo de su madriguera. Evité una contestación directa y me dediqué a pasearle mi hombría por su abdomen esponjoso.
- Fue mi destino -le dije.
- ¿Es verdad eso que me estas insinuando?
- Completamente. Sólo hace falta un lugar más íntimo para demostrarlo con hechos.
- Arriba hay un par de alcobas libres -dijo. Pero me aseguró que solo subiría si yo le mostraba los preservativos, y las cosas se descompusieron. No estamos preparados.
Bailamos un par de piezas más y mientras tomaba apuntes de su vida para la crónica. Me dijo que algún rato quería ir a la Argentina. Recorrer toda Sudamérica y enamorarse de un lugareño. Le hablé de los condones.
- Sí -me dijo-. Tengo pensado llevar toda una provisión.
Charlé con Liza la poeta y con un par de músicos cachorros, adoradores de Brian Eno. Eno me gustaba pero no lo suficiente como para acreditarlos en su gusto desmedido por la experimentación de sonidos electrónicos. Liza trató de transformarme en un potencial consumidor de su cercana opera prima. Me recitó un par de poemas, que no me indujeron al vómito porque odio vomitar sin haber bebido. Me acerqué a Janis y le pedí volver a vernos.
- Después de que lea la crónica -me dijo. Su estrategia era hacer rodar un ataque directo untándole una tenue capa de humor.
- Ok -le dije-, estás en todo tu derecho. Un par de besos más tarde me fui del lugar. Había exprimido los límites de la profesión. Me había intoxicado con el efluvio viscoso de jóvenes de deportistas y artistas adolescentes. Necesitaba unas rayas para desintoxicarme. Un wiski y la música de Pulp ajustando mis sentidos, buscando en el fondo de la historia, la historia que debería contarse de Janis la ajedrecista exploradora.
Janis, la ajedrecista exploradora
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