Por: Alonso "Amorexia" Hernández (Costa Rica)
Estoy en el mismo café, la misma mesa, te espero.
Llueve, la gente corre en busca de el abrigo frío del concreto. ¿Te estarás mojando?
Miro el reloj, también a la muchacha que me sonríe tras el mostrador hipócritamente, mientras manda al empleado a avisarme, que es hora de cerrar, yo aún te espero.
Dejo el dinero sobre la mesa y tomo las rosas que te aguardaban, se las doy a la muchacha que las acepta por cortesía. Me abrigo en la puerta, vuelvo a buscarte en medio de los que corren. El empleado trata de darme el paraguas que dejé en el asiento –no gracias, prefiero mojarme- meto mis manos en la gabardina y camino despacio, yo sé que tu moras en el viento, lo sé por que huele a ti. Tropiezo, caigo en la acera, la gente, aunque se da cuenta, no se detiene. Me siento en el caño a quejarme, no de la caída, sino de tu ausencia, de pronto te siento a mi espalda, me dices despacio –¿mírate a ti, que viniste a inventar la distancia!- no te vuelvo a ver, tal vez por vergüenza o por miedo a tu cercanía y dejo que te alejes mientras le vuelas a una señora la sombrilla y despeinas a la oficinista que ya no le importa, está empapada; ni siquiera vuelvo a verte, te alejas silbando y esparciendo lluvia, la gente te confunde, mas yo sé que eres la misma que abrió una noche la ventana y se lanzó a la distancia, mientras yo dormía.
La invención de la distancia
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