Por Freddy Murphy (Guatemala)
No he podido dejar de escribir desde entonces, cada vez que lo intento, la mano no me obedece. Ese día en que todo cambió, volví a sentir como la hoja en blanco se burlaba de mi incapacidad para concretar alguna idea. Cuando decidí describir lo que pasaba a mi alrededor en ese viejo café, observé que la escena no reflejaba nada interesante, hasta que hizo su entrada triunfal un tipo vestido impecablemente con un saco oscuro bien tallado sobre una camisa de seda negra y una brillante cadena de oro blanco con una cruz que colgaba de su cuello.
Me sorprende que al empezar mi pluma se había quedado sin tinta. Nada me hace enojar tanto que quedarme sin la tinta de mi pluma, estaba furioso por mi descuido y la inutilidad de ese instrumento por haber dejado a medias con el relato. La moví por todos lados, le desatornillé la punta, pero era inútil cualquier intento de convencerla para que imprimiera en el papel lo que yo observaba desde esa mesa.
Minutos después entra otra curiosa criatura que parecía modelo de lencería, joven, morena, bella hasta ya no poder, vestida únicamente con un traslúcido vestido blanco. Se acercó al tipo de negro, quien presumió ese cálido saludo a todo los que observamos a la chica. Al sentarse los dos, el hombre se levantó de su silla de inmediato y atento me ofreció su estilográfica dejando salir de la manga el Rolex Explorer, pensé en rechazar la oferta de ese pedante que deseaba verse bien frente a su novia, pero la pluma era una bellísima Mont Blanc edición especial que fascinado acepté. Pensé en los millones de cuentos que tendría que vender para comprarme una parecida, al quitarle el tapón para continuar con este relato, la letra me cambió de súbito, se tornó bella y ligera, la tinta no sólo imprimía, si no que de forma muy extraña quemaba el papel del cuaderno, a lo lejos vislumbre un vapor que este producía con su contacto, la escritura dio un giro frenético, veloz e incontrolable, debo admitir que me gusto el vuelco pero me asustó lo que escribía…
-La maravilla de la muerte es la belleza insondable de transición eterna que conspira contra la misma subsistencia aferrada a frágiles esperanzas.
Más frío que el hierro subterráneo es el alma desarraigada del calor del fluido de sangre viva, no existen huesos que no se sientan resquebrajar ni piel quemada por el gélido clima del espíritu desprovisto de cuerpo.
¿Que diablos es esto? Pensé.
Seca como el hambre de un niño recién nacido que grita exigiendo la gota de vida a una vida errante cargada de muerte oscurecida por la luz en movimiento eterno.
Cada milímetro de su existencia clama ardiente como boca llena de arena asfixiando el sonido de auxilio. Sin piel, sin huesos que soporte la carne consumida por el viento salado que evapora pasmosamente con sonidos de brasas enfurecidas. – no suena tan mal me dije al descubrir aquel extraño individuo susurrando al oído de su compañera.
-Un demonio no puede experimentar amor a nada ni siquiera a su mismo ser por que aborrece con odio infernal la culpa de su vacía realidad. Déjame entrar en tu cuerpo y alivia mi pena eterna y verás en lo que convertiré tu finita y miserable existencia, déjame entrar en tu cuerpo…déjame entrar en tu cuerpo. El tipo de negro guiñó su ojo invitándome a obedecer la súplica
Déjame entrar en tu cuerpo… Esta frase se repetía en mi mente cuando apresurado devolví la maldita pluma al diablo recién salido del infierno, pero éste ya no estaba, había desaparecido.
Maldita pluma
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