No traigáis himnos a mi entierro

Por: Tony Labrador (España)

A la vista, el joven era un joven bastante normal. Corpulento, de ademán tranquilo, chaqueta de lona comprimiendo su tronco, pantalones negros de montañero ya algo más holgados, el gorro de lana calado hasta las cejas, la escopeta al hombro. Caminaba por el bosque completamente solo, es decir, únicamente un poco más solo que como se encontraba fuera de él. Salió del camino de arena y se internó en la maleza, hasta un pequeño desfiladero, y bajo por él, buscando el rumor del río que fluía en las cercanías. Había empezado a atardecer. Levantó la vista hacia las primeras estrellas que despuntaban sobre el conglomerado púrpura y anaranjado que se diluía en el horizonte, sobre las montañas, y se detuvo un momento para contemplarlas mejor.

Cuando era un crío sus padres solían llevarle a ese mismo sitio los domingos, a pasar el día en el campo. Daban largos paseos por la ladera y cuando llegaba el mediodía comían a la sombra de un árbol. Luego pasaban un par de horas hablando los tres, o jugando a las cartas. A veces, si el tiempo acompañaba y después de una espera prudencial, su madre les permitía a su padre y a él bañarse en el río, donde se dedicaban a hacer todo aquello que una madre prudente como ella desaconsejaría, mientras les observaba parapetada tras un libro. Cuando salían del agua al atardecer, agotados y ateridos de frío, su madre acudía a ellos reprendiéndoles cariñosamente y les secaba el pelo y la espalda y el pecho con una toalla. Los tres se quedaban ahí de pie entonces, mirando las estrellas que, entonces como ahora, comenzaban a asomarse al cielo. Su padre señalaba constelaciones ficticias haciéndose el interesante, mientras su madre y él se miraban cómplices y fingían de buena gana creerse todo lo que decía.

Ahora, ahí de pie con la escopeta en la mano, el joven se sorprendió reconociendo sin pensar algunas de esas constelaciones, que se descubrían para saludarle como un triste comité de bienvenida: El Dinosaurio, La Bicicleta, El Triángulo, todas estaban ahí para ser testigos de lo que iba a ocurrir. Este pensamiento le deprimió primero y le incomodó después. Se olvidó de las estrellas e intentando no pensar en nada más siguió su camino.

Se acercó más al río, hasta llegar a la orilla. Trató de atisbar alguna roca saliente que le permitiese pasar al otro lado, pero no había ninguna en ese tramo. Sin pensárselo demasiado se hundió en el agua hasta los muslos y en unos cuantos pasos hubo cruzado. Apenas pisó el suelo seco del claro, un ruido sutil le sorprendió a su derecha. También a la orilla, pero unos cuantos metros de río más arriba, un ciervo le observaba, paralizado y en silencio. El joven lo observó a su vez durante unos instantes, también muy quieto, hasta que algo en las aguas que bullían frente al ciervo le llamó la atención. Había un bulto en el río, pero no podía saber qué era desde esa distancia, así que dio un pisotón brusco en el suelo y el ciervo salió espantado hacia las sombras del bosque. Caminó sobre la arcilla hasta el lugar en que se encontraba el animal y descubrió que el bulto en el agua era otro ciervo: una cría muerta, atrapada por una rama caída. Tenía los ojos en blanco y la lengua fuera, hinchada y púrpura, y heridas en el cuello que parecían de postas. El joven suspiró. Se descolgó la escopeta, la tomó por el cañón, se inclinó por encima del agua y, estirándose todo lo que pudo, alcanzó a empujar al animal con la culata, arrancándolo del abrazo de la rama y permitiendo así que la corriente lo arrastrase río abajo. Observó a la cría alejarse y hundirse en el agua hasta que hubo desaparecido, y entonces pensó que de nuevo se había quedado a solas con sus pensamientos y esas constelaciones absurdas. Una vez más escuchó el cuidadoso ruido de pezuñas, en esta ocasión a su espalda. Se giró y ahí estaba el ciervo adulto, al fondo del bosque, quieto y oculto entre los árboles y mirándole igual de fijamente que antes. Se observaron durante un rato más, pero ambos sabían que ya no había nada más que hacer ahí, así que el ciervo se dio la vuelta y se esfumó entre los árboles, y el joven se encogió de hombros por un escalofrío inesperado, volvió sobre sus pasos y continuó con el descenso del río.

Al rato de caminata el rumor del río había quedado atrás, y la vegetación dispersa que crecía en sus cercanías se había visto progresivamente sustituida por otra más tupida, siendo además las copas de estos nuevos árboles tan rebosantes de follaje que se hacía difícil discernir si la oscuridad imperante en esa zona del bosque era debida al transcurso de las horas o a la cúpula viva que le cubría a uno. El joven se deslizaba en el terreno escarpado agarrándose a un tronco y a otro usando una sola mano, mientras con la libre aseguraba el arma en su hombro. En ese último tramo de su recorrido, sin saber conscientemente por qué, aunque bien podía sospecharlo, empezó a sentirse como mareado, ante lo cual no pudo hacer más que apretar el paso. Salió de entre los árboles que le oprimían a otro claro, en el que la luz del atardecer incidía con una peculiaridad difícil de definir. Ese era su último destino y, al alcanzarlo, se llevó las manos a la cintura y trató de aspirar una bocanada de aire que se le atragantó antes de llegar a los pulmones. Derrotado, se dejó caer al suelo de forma torpe, y ahí se quedó sentado, con las rodillas recogidas entre los brazos y la barbilla temblando.

En el pasado, siendo aún un niño pero algo más mayor, antes de que sus padres dejaran de llevarle a pasar los domingos al campo y antes de que él comenzara a convertirse en la persona que había acabado odiando, comenzó a sisarle cigarrillos a su padre cuando no miraba, y era a ese mismo lugar a donde se escabullía para fumarlos en secreto, mirando inquieto en todas direcciones, esperando que alguien apareciese y le diera un susto de muerte al regañarle. En los días anteriores, mientras le daba vueltas y más vueltas a la idea, decidió de algún modo que quizá, a un nivel simbólico, ese era el mejor lugar para hacer lo que quería hacer. Durante años había tratado de remontarse al momento en el que todo empezó a torcerse y, después de pensarlo con detenimiento, se dio cuenta de que ese fue el momento, fumando los cigarros de su padre, alejándose de su lado y el de su madre con mentirijillas. Más tarde cayó en la cuenta de que a lo mejor alguien podría decir que era absurdo ver las cosas de ese modo, pero desde luego a él le era imposible pensar más en el asunto y al fin y al cabo ese sitio era tan bueno como cualquier otro.

La luz se estaba yendo. No quería postergarlo hasta que se hiciera de noche ya que podía intuir que, sin más luz que la de la luna, el lugar le resultaría demasiado fantasmagórico e intimidante y eso podía acabar haciéndole desistir. Resultaba más apropiado hacerlo entonces, que la luz invitaba a la calma, y la temperatura era fresca pero confortable. Se inclinó hacia un lado y se descolgó el arma, apoyando la culata en el suelo frente a él, con el cañón mirándole directamente a los ojos. No era una mirada severa como él había presupuesto, sino que en la negrura de ese ojo único atisbaba algo parecido a una promesa de descanso. Eso le tranquilizó.

Pasó un rato más en esa misma posición, él mirando al cañón y el cañón mirándole a él, un rato largo en el que además le pareció como si sus sentidos se agudizasen y todo a su alrededor se moviese a una velocidad aún mayor de la que sus pensamientos, no obstante también frenéticos, le permitían asimilar. Aún así, se seguía sintiendo extrañamente calmado. Mientras escuchaba con perfecta nitidez como las ramas que se encontraban a decenas de metros de él eran mecidas por el viento acuciante, se percató con cierta sorpresa de que ya tenía el dedo apoyado en el gatillo. También le sorprendió, aunque no tanto, el darse cuenta de lo mecánico que al final le estaba resultando todo. Pero, aunque no tenía miedo de lo que ese arma pudiera hacerle, no las tenía todas consigo, por más que le costase admitirlo. Tuvo que reconocer, apretando los dientes y mirando a la oscuridad sonriente frente a él, que no se sentía totalmente seguro de por qué iba a hacer lo que iba a hacer y eso le colocaba en una incómoda tierra de nadie.

Estaba titubeando.

De nuevo un sonido, esta vez a un lado del claro, le arrancó de sus pensamientos. En lugar del ciervo que esperaba ver, se encontró ante si un viejo escuchimizado con una escopeta aún mayor que la suya entre los brazos, vestimenta de cazador y un despeluchado y jadeante podenco a sus pies. Los dos, amo y dueño, le estaban observando con evidente curiosidad. Mientras se preguntaba cuanto tiempo llevaban ahí parados, escudriñándole, intentó disuadirles para que se largasen con la mirada más indiferente que fue capaz de proyectar. No funcionó: con parsimonia, el viejo se sacó de entre los dientes el cigarrillo de liar que estaba masticando, abrió y cerró la boca un par de veces como si tuviera que desentumecer la lengua antes de pronunciar una sola palabra, y finalmente dijo:

- ¿Qué cojones estás haciendo?

Y se volvió a meter el cigarro en la boca. Siguieron ahí parados los tres, sin decir nada más, hasta que el joven se vio forzado a admitir que el viejo no tenía la menor intención de pasar de largo y decidió que era mejor concederle una mínima conversación de cortesía para contentar su grosera curiosidad que tenerle ahí plantado, hierático e inquisitivo como una esfinge, hasta el fin de los tiempos.

- He salido de caza. Ahora estaba haciendo un descanso. – Antes de terminar la frase ya fue consciente de lo poco convincente que sonaba.
- De caza. – esta vez el viejo no se había molestado en quitarse el cigarro de la boca; hilos de flema se extendían entre sus labios cada vez que éstos se separaban – y te ha deprimido tanto no haber conseguido una pieza en todo el día, que has decidido volarte la cabeza, ¿no?
- ¿Volarme la cabeza? – se defendió el joven con fingida hilaridad.- sólo estaba limpiando el cañón del…
- ¡Tú te ibas a volar la cabeza, coño!

El grito del viejo envalentonó al perro, que le dedicó un ladrido patético al posible enemigo de su dueño. Después, quedaron de nuevo en silencio. El joven no sabía bien cómo reaccionar ni qué decir, abrumado por la inesperada reprimenda. Miró al bosque en penumbras, al otro lado del viejo, deseando infantilmente, con los ojos cerrados y los dientes apretados, que le dejasen solo. Se dio cuenta de que ya no oía los lejanos sonidos del bosque. También se dio cuenta de que podía notar la mirada del viejo hiriéndole en la nuca, como un paño helado y ardiente a la vez, y de que estaba pensando sin querer en la posibilidad de girar la escopeta rápidamente y usarla de forma expeditiva. Este pensamiento le alarmó bastante y, para evitar posibles traiciones de la mente, depositó el arma en el suelo, a sus pies, sin dejar de mirar en dirección opuesta a la del viejo cazador y su animal. Permaneció así un rato, mirando los rayos de luz desvanecerse entre los árboles, y para cuando volvió a mirar al frente resultó que el viejo se había sentado delante de él, en el suelo, con las piernas cruzadas como los indios y mirándole fijamente como si fuese una extraña especie de animal. El podenco piojoso se acurrucaba a su lado, buscando con insistencia una caricia de su mano. El joven se sintió enfurecer.

- Oiga, ¿es que no le está esperando nadie en ningún lado?
- Pues ya que lo preguntas, no. Tengo todo el tiempo del mundo para perderlo contigo. – El viejo parecía obstinado en buscarle las cosquillas.

Él sacudió la cabeza, confuso y exasperado, y una risa nerviosa provocada por lo surrealista de la situación le subió hasta la garganta.

- Mire, no quiero ser maleducado, pero si he venido aquí ha sido precisamente para estar solo, ¿me comprende?

El viejo asentía mientras el joven hablaba, pero asentía de esa manera en la que se asiente cuando lo que te están contando te interesa tan poco que ni siquiera tienes fuerzas de molestarte en asentir verbalmente. Miraba al joven, o mejor dicho, por encima de él, hacia el montículo que había a sus espaldas, en el que había hecho acto de aparición, hacía escasos segundos, un ciervo adulto de aspecto asustadizo. En vez de hacer mención a la interrupción del animal, el viejo siguió asintiendo en silencio mientras pasaba del ciervo a la cara de él, y de ahí a su fiel amigo canino, que se había echado a sus pies, con la cabeza apoyada en las patas delanteras. Él había dejado ya de hablar y observaba al viejo en silencio, esperando una reacción que consistiera básicamente en que se levantara y se marchase. En lugar de eso, el viejo permaneció en la misma posición, apoyó tiernamente su mano callosa en la cabeza del perro y volvió a hablar:

- Antes no te he mentido, he venido a cazar. Pero la verdad es que no he venido solo a eso. La idea era tener una última jornada de caza con mi Dardo y, al final, pegarle un tiro. ¿Qué te parece eso?
- ¿Va a matar a su perro?
- Esa era la idea.
- ¿Está enfermo?

El viejo asintió pesadamente.

- Piroplasmosis. Es mortal en los chuchos, y más si tienen la edad de este. En el veterinario me dijeron que podían pincharle si quería, pero a Dardo le horroriza esa mierda de camilla. No quería que muriese ahí. El caso es que le he estado dando vueltas a la cabeza. Y he pensado que, si él no ha decidido aún acabar con su propia vida, yo no soy nadie para llevarle la contraria.
- Ya. Quizás Dardo no sea tan inteligente como para tomar una decisión de ese tipo por él mismo, aún en el caso de que sea eso lo que desea, ¿no?
- No seas memo. ¿Te crees que los perros son estúpidos? Pues te equivocas de cabo a rabo, hijo. Yo he visto a perros escapar de incendios, totalmente envueltos en llamas, y saltar al vacío. He sacado perros de pozos que se habían mordido sus propias patas para morir desangrados, que habían preferido eso a la agonía de morir de hambre y sed durante días. Los perros se suicidan. Es un hecho.
- Vale, muy bien. ¿Y por qué Dardo no lo ha decidido aún, entonces?
- Y yo qué sé, joder. No puedo saberlo a ciencia cierta, coño, es un perro, no una persona.
- De acuerdo. Pero seguro que usted tiene alguna teoría al respecto, ¿verdad?
- Desde luego. –contestó orgulloso.- Yo creo que él no siente que todo esté perdido. Creo que está sufriendo, pero que en el fondo espera que todo se solucione. Y yo no puedo destruir esa esperanza, ¿entiendes lo que te quiero decir?
- Sí. – contestó el joven después de pensarlo durante un rato, y se dio cuenta de que una nausea se había instalado en su garganta. Sus demonios personales habían vuelto para torturarle un poco más después de ese breve momento de olvido.

Miró arriba, al cielo, que se había vuelto de un apagado azul metalizado y parecía casi sólido. Por un momento fantaseó con la idea de que ese techo inmenso se desplomase sobre ellos y los aplastase a los tres, en un abrir y cerrar de ojos. La voz del viejo le sacó de nuevo de su ensimismamiento.

- Bueno, esa es la historia de Dardo. ¿Cuál es la tuya?
- Creo que es algo más complicada que la de su perro – contestó él, en un arranque de sarcasmo involuntario.
- Desde luego no parece que tengas piroplasmosis –dijo el viejo a su vez, llevándose un cigarro a la boca y ofreciéndole otro al joven, que lo aceptó de buena gana con una mano temblorosa. - ¿Y bien?

El joven aspiró el humo mecánicamente hasta que estuvo totalmente resignado, y comenzó a hablar, exhalando una nube de alquitrán y nicotina.

- Me voy a suicidar porque mis padres murieron por mi culpa, ¿vale?
- ¿Los mataste tú mismo?
- No.
- Entonces, ¿qué coño es eso de que murieron por tu culpa?
- Oiga, en esta vida hay muchas formas de ser culpable de algo. Yo sé lo que me digo.
- Mira, chaval, cuídate mucho de darme lecciones sobre la vida. ¿Qué fue lo que pasó?
- Hay que joderse…

El joven buscó auxilio a su alrededor, y se encontró con que el bosque alrededor de ellos ya era otro lugar. Los árboles más cercanos se habían visto salpicados del azul apagado del cielo crepuscular, y los que estaban unos pocos pasos por detrás directamente habían sido engullidos por la noche, que se deslizaba sinuosamente por la hojarasca hasta que finalmente hiciera patente su negra victoria por encima de sus cabezas. El ciervo les observaba desde su posición elevada. De repente, una ráfaga de viento se levantó entre la maleza y el animal echó a correr hacia la penumbra.

- Fui a la cárcel, hace tiempo. Cuando aún estaban vivos. No fue nada realmente grave, en realidad. Me habían pillado robando en una tienda, y le hice daño al dependiente. Yo me drogaba por esa época. Heroína y cocaína. Sobre todo heroína. Fumada, odiaba las agujas. De todos modos, no llevaba mucho tiempo metiéndome, no era exactamente un adicto, así que a lo mejor no se puede culpar a la droga de lo que hacía. No sé. El caso es que no estuve en la trena mucho tiempo, pero bastó para que me enganchara totalmente. Cuando finalmente salí era un zombi. Mis padres no querían verme al principio, y yo tampoco a ellos. Me fui a vivir a casa de un compañero que había salido un par de meses antes que yo. Ahí la cosa fue a peor. Me buscaron un trabajo en la construcción, y prácticamente me lo gastaba todo en caballo. Mi padre se enteró de donde trabajaba y donde vivía, y trató de buscarme. Se lo habían pensado mejor. Querían verme. Yo seguía sin querer verles a ellos. Empezaron a llegarme rumores de que mi madre estaba muy enferma. Un día me encontré a mi padre por la calle y me lo confirmó. No sé por qué, pero me asusté, y le dije a mi padre, a gritos, que se olvidasen de mí, que ellos no tenían ningún hijo, que el hijo que tenían había muerto en la cárcel. Después me fui a casa y me puse hasta el culo de todo, no sé cuánto tiempo me duró el colocón pero para cuando volví en mí lo primero que supe es que mi madre había muerto. No teníamos teléfono, así que mi padre vino en persona para comunicarme la fecha del funeral. Le dije que iría, pero no fui. No fui. Quería olvidarme de que existían, de que alguna vez habían existido. Regresé al trabajo, intentaba mantenerme ocupado. Esquivé a mi padre un par de veces más. Al cabo de unas semanas, al regresar del trabajo, mi compañero me dijo que había llamado la policía. Mi padre se había suicidado asfixiándose con la calefacción del coche, durante la noche, en medio del barrio, a la vista de todos. Esa misma noche me metí una sobredosis. Fue accidental, pero en el fondo era lo que deseaba, como ahora. Mientras estaba inconsciente, mi compañero me montó en su coche y me dejó tirado en la puerta de una clínica de desintoxicación. Cuando desperté, estaba tumbado en una cama, sepultado por una montaña de mantas y con una solicitud de ingreso ante mis narices. A lo mejor fue más por miedo a lo que me pudiera esperar fuera que por deseo de desintoxicarme, pero la firmé. Y eso es todo. La droga se quedó atrás, pero, como se puede imaginar, hay otras cosas que sigo arrastrando desde entonces. ¿Satisfecho? Ahora, déjeme, por favor.

El viejo y Dardo no habían movido un solo músculo mientras duró el relato. En lugar de apresurarse a decir algo, cualquier cosa, que era lo que parecía requerir la situación, el viejo se limitó a mirar a su perro, que le devolvía la mirada con un cierto deje de extrañeza. Ya era noche cerrada y el viento frío campaba a sus anchas en el claro. El viejo se pasó la mano por la nuca plateada, lo que le confería un aire meditabundo. Él le miraba, exhausto, rendido, sin saber bien qué esperar. Finalmente ambas miradas coincidieron. Los ojos acerados del viejo refulgían en la noche, pero su brillo insolente había sido sustituido por otro similar aunque más cálido. El joven se sentía al borde del llanto. Quería sollozar y gemir y gritar, pero estaba demasiado cansado para ello, así que se limitó a esperar que el viejo hiciera algo, lo que fuera. Después de un rato observándole, le pareció que estaba sumido en un extraño estado de concentración, como si estuviese reuniendo fuerzas para hacer un esfuerzo sobrehumano. Finalmente abrió la boca, y su voz, un tanto rota, pareció llegar desde un lugar muy lejano.

- Vale, mira, hijo. Sólo voy a preguntártelo una vez. Me has pedido que me marche y te deje solo, pero a lo mejor no es eso lo que has querido decir. A lo mejor lo que realmente quieres pedirme es que te coja y te aleje de esa escopeta, y te lleve a algún sitio y escuche todo lo que tengas que decir. Te lo pregunto ahora, escúchame bien: ¿Quieres que te aleje de esa escopeta? ¿Quieres venir conmigo y contarme todo lo que necesites contar?

A medida que el viejo iba hablando, él sentía como una mano se cerraba sobre su corazón, asfixiándole y quemándole el pecho. No se sentía capaz de articular palabra sin romper a llorar de forma descontrolada. Cuando el viejo hubo terminado, pasó un momento de silencio en el que el joven trató de recuperar el aliento, para poder así verbalizar su respuesta. Y cuando finalmente lo hubo conseguido, dijo:

- No. Quiero que me dejes solo. Déjame, por favor.

Y volvió a callarse, apretando con fuerza los labios para contener el llanto que había regresado. Pasaron unos tensos segundos hasta que el viejo volvió a pronunciarse.

- Está bien. – Dijo, con una mueca de resignación en su cara escuálida. – Está bien. Vámonos, Dardo.

Se levantó renqueando, conteniendo un suspiro. Cuando estuvo de pie volvió a inclinarse para dar un par de palmadas cariñosas en la cabeza de Dardo y, murmurando un “bueno” bastante poco convincente, echó a andar fuera del claro, no tardando en desaparecer en la oscuridad. Al dueño le siguió el perro, y de repente el joven se había quedado solo en la noche. Había evitado mirar al viejo mientras se marchaba, y ahora evitaba mirar la escopeta que descansaba a sus pies. Trató de agudizar el oído. No oía ruidos de pisadas, solamente el viento. Sin quererlo, sus ojos se encontraron con el arma. El largo cañón reflejaba la luz gélida de la luna. Inclinándose despacio hacia delante, la tomó entre sus manos. Le pareció extrañamente pesada, y sus dedos quemaban sobre su superficie pulida. La apoyó sobre la culata, apuntando al cielo. La miró así durante un largo rato, ahogándose a cada momento, pensando que en cualquier momento su corazón se detendría. Se sentía terriblemente solo, en ese lugar, de noche, tan solo y tan asustado que, mirando la escopeta, y sin previo aviso, rompió a llorar desconsoladamente, como cuando era niño. El llanto se acrecentó hasta volverse totalmente desgarrado, haciéndole temblar de forma tal que el arma se le escurrió de entre los dedos y volvió a caer al suelo. Abrumado por el frío, por el dolor y el pánico, miró a su alrededor, a la negrura, en todas direcciones. No vio a nadie. Miró al cielo rebosante de estrellas, fuera de si, totalmente rendido a la desesperación, y solo gritó:

- ¡Por favor! ¡Por favor, alguien!

Y el viento arrancó sus palabras del claro, desdibujándolas, arrastrándolas entre las hojas de los árboles, y volviéndolas a recomponer a varios metros de distancia para acabar entregándolas a los oídos de un hombre anciano que se alejaba del joven con caminar apesadumbrado, que se volvió con lágrimas en los ojos y dijo ante la indiferencia inocente del perro que le acompañaba:

- Ya voy, hijo. Ya voy.

5 comentarios:

white shout! dijo...

Ehhh...

a falta de palabras propias, con tu permiso:

..."No se sentía capaz de articular palabra sin romper a llorar de forma descontrolada."

Es jodidamente bueno, Tony.

Necesito conoceros, a tí y a Rober...sólo que por motivaciones distintas.

Problema, no quiero que me conozcáis...

Tony dijo...

Hola, Whiteout.

Qué sorpresa encontrarme, ahora, un comentario de un relato escrito...por aquel entonces.

Bueno, me alegro de que te guste, no creas. Es más, precisamente ahora acabo de llegar del hipercor de mi ciudad (de comprar un libro, por cierto) y venía por el camino tratando de animarme de cara a la novela que estoy tratando de escribir. Y mira por donde, ya no me hace falta animarme más... Gracias de nuevo.

Y, con respecto a lo otro... poco puede hacerse con ese problema (peculiar, si me permites comentarlo) por medio.

Un saludo.

white shout! dijo...

Hola Tony,

Sorpresa la mía, por varios motivos:

a) que nadie te hubiera hecho ni un solo comentario;
- lo que sólo puede explicarse por sensatez o consciencia.-

b) que necesitaras animarte para escribir tu nueva novela.


Imprescindible decirte que yo no sé escribir...

... y que prefería evitar todo el elenco de halagos que tenía para cada uno de tus excepcionales relatos, por resultar bastante insensato o inconsciente.

Pero que si eres capaz de soportar esta premisa: soanvicious@gmail.com.

Gracias a ti.

Tony dijo...

Hola de nuevo.

Antes sí había más comentarios, en la antigua web, pero supongo que con el traslado de servidor se perdieron...

La premisa me parece perfectamente soportable; no tengo ningún problema con la gente que no sabe escribir, básicamente porque yo me siento más cerca de esa gente que de aquellos que sí saben.

La única duda que tengo es: Premisa, para qué?

Un saludo.

white shout! dijo...

Ya está mi faceta Mr. Bean enredándolo todo...

Con lo espabilaillo que parecías en el vídeo! (es broma).

Premisa para hacer algo más factible la posibilidad de salvar ese peculiar problema que apunté en el primer comentario.