P.D. Nuestro gato está muerto.

Por: Alonso "Amorexia" Hernández (Costa Rica)

Nuestro gato murió ayer durante la cena, dio un maullido extraño y murió. Yo no pude, por más que me contuve, evitar mirarte extrañado por aquello, mientras tú, con una tranquilidad pasmosa y saboreando un nuevo bocado de asado decías: "¡Oh que bien, cómo molestaba ese gato!"

No pude cenar, me fui al patio trasero y bajo una lluvia terrible y conforme terminaba de oscurecer, cavé lo más profundo que pude y allí terminó nuestro amado gato, sepultado bajo el árbol aquel donde por vez primera nos besamos cuando esa todavía era la casa de tus padres; aquella noche de brujas y duendes en que la noche nos encontró tan solos como su luna, y no pudimos entonces evitar enamorarnos de golpe.

— ¿Te acuerdas cuando nos amábamos?— te pregunté al entrar empapado y lleno de barro a la cocina, donde tú terminabas de botar las sobras de mi plato y las del gato que ahora estaba muerto bajo el árbol. Me volviste a ver y con ese modo de patanería y superioridad que tanto odiaba en ti me respondiste casi sin mirarme: "Sí, pero éramos jóvenes, nadie podrá nunca culparnos por eso".

Y es que con el pasar de los años se nos fue haciendo imposible mirarnos a la cara y amarnos, sin -con cada gesto y con cada mirada- recordarlo a él, a ese niño que era tal como el niño de Benedetti, que era para nosotros nuestro amor, que no era mas que un niño muerto. Lo extraño es que el libro de Benedetti nunca dejó de estar en tu mesita de noche, aunque el amor sí dejo de estar en nuestra cama.

Esa noche extrañé en demasía al gato que yacía muerto bajo el árbol donde nos enamoramos, llovía y con mucha más razón lo extrañé en mi regazo mientras fumaba y veía televisión. Tú, en cambio, te divertías con tu cabello y la plancha frente a la coqueta que te regalé durante el embarazo. Yo entonces, viéndote tan "como siempre", decidí irme a dormir; de todas formas, y como cada noche desde hace siete años en que nuestro hijo murió, no había nada bueno que ver en la televisión. Tú asustada te apuraste y pronto sentí tu sombra acostarse junto a la mía, porque eso éramos desde entonces: dos sombras en una cama, paralizadas e incapaces de acercarse, paralelas, cada una llorando hacia su orilla.

Y así pasaron los días, los meses, los años, siete en total, y sin más qué hacer decidí con las ideas crearme un mundo para sobrevivir. Tú por tu lado, adoptaste a la monotonía como compañera, y nos quedamos solos y el árbol donde nos enamoramos.

La guerra llego en la noche, como un ladrón. Y yo, demostrando que no son sólo los jóvenes quienes mueren en las revoluciones, me dejé arrastrar por el ideal de la contra, porque los de la derecha no bajamos de la montaña, morí a la hora de la cena, en una calle del centro, enfrentado con estudiantes y guerrillas.

Esa misma noche desenterraste a nuestro gato, justo debajo del árbol donde nos enamoramos lo encontraste, y entonces me recordaste, mas allá de nuestro hijo muerto, sin tener que ver mi cara para recordártelo, con mi muerte como escusa para olvidarlo, y volviste a amarme, y volviste a extrañarme, y esa noche me escribiste esta carta cuyo posdata concluye, que nuestro gato está muerto, igual que tú, que moriste mañana durante la cena. Y sólo observo al camión militar alejarse, y te espero, bajo del árbol aquel donde nos enamoramos, cuando esta casa aún era de tus padres, y espero que la soledad de esta noche, y este niño muerto que al fin sostengo en mis brazos puedan de nuevo, enamorarnos de golpe, allá los vivos con sus guerras.

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