Por Mario Morenza (Venezuela)
Se vende apartamento. Un baño. Tres cuartos. Balcón. 100 metros cuadrados. Dos de los tres cuartos tienen closet. Incluimos nevera Kenmore. No la pudimos sacar. Cuando lo intentamos, la puerta de la cocina era un imposible. Tendríamos que haber derribado media pared desde el marco de la puerta. No valía la pena. Cuando remodelamos el apartamento, hace cinco años, nos olvidamos que algún día nos mudaríamos y tendríamos que llevarnos nuestras pertenencias. Cuántas pertenencias se habrán quedado en esos 100 metros cuadrados. En ese cubo, en el paralelepípedo dividido en cubículos de funciones hogareñas. En los últimos tiempos, cuando Emily tiene guardia en el Hospital, recorro cada uno de estos cubículos.
Sumido en clasificar ropas y adornos para luego meterlos en cajas, atino en que también dejaremos algo más que una nevera que refrigeró nuestras sobras de la cena o el desayuno del día siguiente. Recorro el A-8 como un fantasma. En ausencia de Emily, su voz, sus gemidos cuando la recostaba contra las paredes, sus gritos celebrando alguna jugada de Los Cardenales, sus llantos, sus lloriqueos y sus llorantinas aún siguen presentes en cada metro cuadrado, embutidos y añejados en lámparas, ocultos, descansando en nuestras almohadas disputadas por mil noches.
El A-8 es una cámara de música. Sentía la ausencia de Emily cuando recordaba, angustiosamente, lo allí vivido que no podíamos embalar. Últimamente, Emily me ha reprochado que, en mis vacaciones, no he organizado nada para nuestra mudanza. Es difícil meter en una caja imaginaria recuerdos inasibles, invisibles y completamente reales. Mi padre me dijo una vez, tratándome de explicar la filosofía de la vida y la muerte utilizando piezas de dominó, que el pasado no existía. Que la planificación era algo que iba más allá de la vida misma y de la muerte. Que el futuro no existía. Que lo pasado sólo encontraba su forma dentro del cráneo, en esas imágenes líquidas, a veces carrasposas, de cuando en cuando gruesas y arcillosas como un ladrillo machacado a medias. Y las piezas las movía del modo que el Uno Uno estuviera lo más alejado o lo más cerca del Seis Seis.
Después de esas explicaciones quedé alelado. Como si el diccionario que define el comienzo y el fin de una existencia estuviera escrito con puntos duplicados y tallados en un paralelepípedo que contenía la sabiduría de cien mil maestros tibetanos.
Mientras barría debajo de la cama, descubrí cierta proliferación de partículas de polvo. Tan acumuladas que podía apreciar su olor. Asumí que una solución para embalar recuerdos, es que estos fueran del tamaño de motas de polvo. Así deben ir de uno a otro lado dentro del cerebro. Agrupándose. Asociándose. He allí el aprendizaje. La cosecha de sentimientos de una persona a otra. El milagro de los pensamientos. Los sentimientos cosechados de otra persona a uno. Los hemisferios norte o sur. O izquierdo. O derecho. Qué curioso que el cerebro humano se compone de una manera absolutamente partidista, en dos pedazos contrapuestos cómo suele dividirse el mundo. Emily, el izquierdo. Yo, el derecho. Ambos tenemos lo mejor de cada comarca neural. Ejemplo: Emily sabe en qué lugar puede ir un bombillo. Yo manejo a la perfección el arte de poner un bombillo. Y de destruirlos. Lo primero en el mundo fue el verbo. Este mundo dividido, este A-8 fue verbo. Fue bombillos en cada rincón. Fue gemidos cuando acostaba verticalmente a Emily en las paredes. La columna de Emily entre las columnas del A-8 y mi pecho. Fue verbo mil veces. Con un martillo enterré clavos en esas mismas paredes y colgué cuadros. Colgué retratos.
Y, ahora, en mi mano tengo este mismo martillo.
En total, yo atornillé veintidós bombillos.
En total, Emily ubicó veintidós bombillos.
En total, quebraré veintidós bombillos con mi martillo. Los quebraré como cáscaras de huevo. Y es como acabar con los cráneos de cien mil sabios, desgarrar cien mil almohadas, desdentar las bocas que se atrevieron a pronunciar mil verbos simultáneamente. Toda la casa llena de esquirlas. Tan inasibles, tan nobles y frágiles como lo noble e inasiblemente frágil que no podemos embalar. Que nos tomarían por locos en una aduana. En una inspección de rutina y el azar emblemático de nuestras alcabalas caraqueñas. Toda la furia. El A-8 no tiene luz. La acabo de embalar. Nunca tuvimos una linterna ni un séptimo día. Le pedíamos prestada a Pulusa la suya. Hermandad vecinal. Aquellos tiempos, Emily.
Emily, no te quites los zapatos cuando entres por favor. No te los quites. Estoy en un cubículo que puede ser nuestra habitación, o el baño. Te escribo mensajes de texto. Espero tengas encendido tu celular. No quiero escuchar más tus gemidos, tus llantos y lloriqueos en este apartamento. Ya no cabe más nada en las cajas.
Se vende
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