Por Dayana Fraile (Venezuela)
Le dijo que había calcado mal el patrón. En el lado derecho, la línea que definiría la caída de la blusa no abarcaba la misma medida que la del lado izquierdo, era necesario voltear la tela y calcar de nuevo, antes de cortar. Taía la miró largo, como a veces hacía cuando se daba cuenta de algo que consideraba importante. A Teresa no le gustaba cuando ella hacía eso, aunque nunca llegaba a sentirse incómoda del todo, siempre se había preguntado el porqué de esa manera tan particular de atravesarla con los ojos. Intuía que usaba sus ojos como si se tratara de los alfileres de su neceser de costura, y pensaba que tal vez se trataba de una especie de método para lograr fijarse a las ideas, era como si deshiciera el punto del tejido con una gran aguja y luego sujetara el hilo con fuerza, por si acaso.
Así eran sus ojos. Dos gruesas agujas para tejer. Le daban vuelta al hilo y apretaban a Teresa hasta casi asfixiarla. En ocasiones sólo se dejaban descansar en su piel, y entonces la hacían sentir como de fieltro, sentía un puñado de algodón en su boca, y aquella sensación de haberse convertido en una almohadilla idéntica a la del neceser, una manzanita roja de trapo.
Si Teresa no se asustaba era porque Taía miraba como si no estuviera mirando, con esos dos puntos negros al fondo que querían devorarlo todo pero que jamás lograban hacerlo, era como si algo les faltara desde siempre, como si allá al fondo, en sus pupilas, el paisaje fuera hueco, y el par de agujas gruesas de puntas afiladísimas, estuvieran también huecas, y sólo entonces era cuando Teresa pensaba en lo sencillo que resultaría creer que el hilo se desplazaba constantemente en su interior, que las recorría de extremo a extremo, de no ser porque desde hacía tiempo había entendido que el hilo de algo no era, precisamente, una de las cosas que pasaba por la cabeza de Taía.
Marica, no tengo nada de pulso, dijo sonriendo a lo lejos, quizás al fondo, en donde el paisaje era hueco, y las agujas se clavaban al otro lado del espejo. Mejor lo dejamos para mañana, completó antes de dejarse caer en el puff con el frasco del jarabe en su mano derecha, y con los dedos de la izquierda haciendo círculos, alternativamente, sobre la tapita blanca. Sakura entró a la habitación en ese momento y Taía empezó a sisearle y a llamarla por su nombre, Teresa miraba la figura del patrón dibujada a lápiz sobre la tela, tomaba la cinta métrica y hacía las veces de estar midiendo las diferencias entre lado y lado, y para ello trazó un punto en donde suponía que debía estar el medio de una línea imaginaria de centímetros exactos.
¿Qué haces?, preguntó Taía, nada, contestó Teresa luego de tirar la cinta y aplastarse en la cama. Taía comenzó a reír como si las carcajadas hubiesen estado anotadas desde antes en un guión que Teresa no conocía, sin embargo, ella también comenzó a reír por el simple placer de acompañarla.
Le gustaba estar con Taía, le gustaba coser botones y rematar ojales mientras la escuchaba decir disparates, algunos días le daba por hablar de una vida que no era la suya, pero que algún día tendría, hablaba de ella como si viniera de vuelta, como si la conociera. Hablaba con niños correteando a su alrededor, y con yorkshire terriers que parecían estar lamiéndole los pies y haciéndole cosquillas. Le sacaban sonrisas de lo más lindas. Teresa escuchaba y también sonreía, sentía algo parecido a una ternura infinita por aquella chica que se arrellanaba en el puff y hablaba del futuro como si estuviera hablando del pasado. Hacía propósitos de enmienda, maldecía la codeína, luego pasaba a hablar de su miedo a ser estéril, de la jaulita dorada que veía en el matrimonio, en donde su cabecita de pájaro encontraría finalmente la serenidad que tanto necesitaba. Quería casarse. Tai quería casarse y llevar una reposada vida hogareña. Teresa la escuchaba con atención, disimulaba su asombro hojeando revistas, y entonces le sobrevenían unas ganas, tan infinitas como su ternura, de ser buena con Taía en todo. La presentía tan ingenua, tan halada de los cabellos en medio de la habitación, dibujando escaleras de emergencia en el aire, para abandonar el edificio que había construido a retazos de rolling paper y etiquetas de jarabes de codeína.
Se le hacía difícil imaginar que algún hombre pudiera querer casarse con Taía, pensaba que el hecho de firmar un papelito en una jefatura civil, no tendría, en lo absoluto, los efectos mágicos que Taía esperaba casi como se espera el resultado lógico de una operación matemática. La solución del gran problema de Taía, que no era otro más que ella misma, sólo podría obtenerse a través de la resta, porque, estaba claro, que la suma no serviría de nada en un caso como ese.
Mientras la escuchaba Teresa empezó a sacarse la ropa y a probarse las piezas que habían terminado durante el mes. Se miraba en el espejo y hacía las veces de que posaba para el lente de un fotógrafo, Taía continuaba hablando y miraba el reflejo de Teresa en el espejo, desde allí ésta le enviaba besos y la hacía interrumpir de tanto en tanto su discurso, nada más que para reírse, de sus poses exageradísimas de femme fatale.
Ese día a Tai le había dado por ponerse intensa, por eso Teresa continuaba con su pantomima de diva avant garde y Sakura se relamía la cola, y aunque era extraño Teresa creía que esa bola de pelos entendía cuando Taía pasaba un mal rato. Más allá de las palabras existía alguna clase de intercambio que la hacía comprender que era el momento indicado para obsequiarla con algún gesto tierno, algo así como posicionarse de un salto en el puff, y hacerse un ovillo sobre su estómago.
Teresa a veces envidiaba su simplicidad de animalito doméstico, en su cabecita no podía existir la más mínima duda. En ella no existían los vacíos de los que ahora hablaba Taía, y de los que decía que se pasaba los días intentando llenarlos con lo que tuviera a mano.
Es como si yo no tuviera peso propio, es como si fuera tan liviana que necesitara poner cosas en mí para no salirme por la ventana y perderme volando más allá de las azoteas de los edificios. Tere he estado pensando que eso es lo que hago, poner cosas en mí, como si yo estuviera incompleta, como si me faltara algo que no sé que carajo es. Lo he estado pensando y ahora sé que es así, eso es lo único que hago, poner cosas en mí, date cuenta marica, pongo el jarabe en mi boca, los porros en mi boca, las pastillas en mi boca, la coca en mi nariz, y luego la comida, el chocolate, la coca cola, los cigarrillos, es como una sensación compulsiva, quiero estar poniendo constantemente cosas en mí, y nunca se acaba. Incluso los hombres se han convertido en parte de esto, pongo sus huevos en mí, el peso de sus cuerpos sobre mi cuerpo, como si se tratara de colocar este frasco sobre la mesa, dijo mientras se levantaba del puff y caminaba hasta la ventana.
Teresa se estaba metiendo en el último de los vestidos, y se quedó parada en frente del espejo, sin subirse el cierre, sin alisarse los pliegues de la falda. No sabía qué contestar, nunca había escuchado a Taía hablar de ese modo, durante los últimos meses Andrés y ella se la pasaban peleándole lo de la codeína y algunas otras dependencias absurdas. Le repetían una y otra vez, que no estaba mal darse permiso para algunas cosas, pero que ella exageraba, y que lo hacía, con una intencionalidad casi premeditada, prácticamente suicida.
Teresa se quedó allí sin contestar y entonces se empezó a sentir mareada, sentía literalmente ganas de vomitar, había estado imaginando los ojos de Taía como agujas huecas, y pensando que estaba rematadamente loca con la alta estima en que tenía a las instituciones: el matrimonio, la maternidad, la pareja ideal, el amor para toda la vida y todos los temas de los artículos centrales en Vanidades. Y ahora eso de darse cuenta que Taía estaba más cuerda que todos, no entendía porqué pero sí. Sentía literalmente ganas de vomitar nada más que de pensar que más loca podía estar ella, con esa estúpida ilusión de que no se hundía, de que aún se mantenía a flote como el corcho que navega en el vino de la botella.
Pensó que alguien también podía estar, en ese preciso momento describiéndola a ella, pensó que todas esas palabras podían servir para algo, que quizás quien contara su parte podía despojarla de cualquier imagen hermosa, de cualquier cosa que pudiera parecerse al brillo del metal en los ojos de Taía, y dejarla sin toda aquella belleza de esos ojos que atravesaban, aquel que contara su parte podía, comedidamente, mostrarla como una triste barrita de plastilina derretida por el sol. Quizás porque le costaba aceptar de una buena vez que nada estaba bien en ella de tanto decir que estaba bien, que todo era hermoso, que se estaba muy cómoda sentada sobre el dado, que no temía por los lados que golpeaban en la mesa, ni por los puntos que sumarían el número afortunado.
Nada estaba bien, pero sí. Eso de tardarse tanto tiempo para descubrirlo, era sentir aquella sensación ridícula de pensar que estaba bien porque pensaba, porque se cuestionaba con respecto a todo. Mejor era Taía, mejor ser como ella, y no pensar en nada, ser sincera consigo misma y gritarle al planeta entero que estaba jodida y punto. Y ya no más esa comedia de pensar que se está bien pensando, que todavía lo que se piensa puede ser coherente. No podía más con esa necesidad de ir por allí intentando hacer las paces con el mundo, de comulgar con él, de caminar con la cara de idiota bien puesta sobre los hombros y sonreír y saludar como la bailarina de una cajita de música astillada, escondiéndose bajo el peso de montañas de libros, bajo la ilusión de cientos de millones de palabras, que no eran más que abstracciones al lado del brillo del metal en los ojos de Taía. Mejor ser como Taía, mejor los huevos de los hombres, y la felicidad absoluta en una pastillita.
Mejor pasarlo todo con coca cola, escuchar a Taía escribir en el aire la poética de comienzos de milenio, y preguntarse porqué Taía puede conseguir las palabras para describir lo que siente y porqué ella, que ha procurado guardarlas todas en un bolsillo de los jeans, jamás logra conseguirlas para darle nombre a ese animalejo que le araña las manos y le hace encender un cigarrillo tras otro. Mejor sentarse en el suelo, fingir que intenta colocar las piernas en la posición de flor de loto, tomar del jarabe porque qué tanto, preguntarse qué demonios se puede rescatar de todo aquello, y decirle a Taía que ha callado desde hace rato, que debe calmarse, que a ella también le ocurre, que lo extraño sería que no ocurriera.
La felicidad es una pastillita, un delirio Tai, se nos da por pedacitos, el problema es que intentamos comernos la noche de un solo bocado, y nuestra mandíbula resulta débil, no fue prefigurada para masticar las estrellas, Teresa lo ha dicho en voz baja como si estuviera hablando con ella misma y Taía que ha estado durante un cuarto de hora de pie ante la ventana se dirige hacia la mesita de noche, toma su cartera y dice sonriendo que no son vacas. Teresa no entiende el comentario, pero tampoco quiere ahondar mucho en el asunto, sólo imagina vacas que muerden la luna con los ojos en el cielo abierto del campo y cree que quizás empieza a entender. Se cuelga un carterón rojo de gamuza y sigue a Taía a través del departamento, sintiendo que le duele la sonrisa de Tai, esa curvatura en sus labios ensayada tantas veces. Visualiza tornillos y roscas de metal sujetando sus sonrisas a un delirio colectivo, y entonces siente como un fragmento de estrella le quema el paladar.
Salen del edificio sin la idea fija de un destino, la tarde está linda para caminar, dijo Taía mientras se retocaba el brillo labial. Su celular sonó una vez, dos veces, tres veces. No contestó. Esta tarde no quiero trabajar, estoy cansadísima, replicó mientras presionaba una tecla roja en el teléfono, off. Ayer me detuvo la policía por la plaza de los museos, me tienen fichada, no me consiguieron las pastillas pero tuve que darles el dinero que llevaba conmigo para que me dejaran seguir, Andrés me estaba llamando y fingí delante de los tipos que hablaba con mi viejo, para que creyeran que era una niñita de familia, tu sabes como es todo Tere, si creen que tienes a alguien que dé la cara por ti, te dejan en paz, no les gusta meterse en problemas. Ahora tengo que recuperar el dinero, pero lo voy a dejar para mañana, ya lo arreglé todo para irme a una fiesta privada de psychodelic en Boca de Uchire allí podré colocar las pastillas que me quedan a buen precio, Tomás pasa por mí a mediodía.
Teresa la tomó de la mano cuando cruzaron la calle, había escuchado la misma historia por lo menos media docena de veces, no vayas más por la plaza de los museos, le aconsejó en tono quedo. Taía no contestó nada, ambas continuaron en silencio hasta la entrada del centro comercial. Taía tampoco contestó gran cosa seis meses después, el domingo en que Tere la encontró en aquel patio, rodeada de muros y guardias, en aquel lugar donde el tiempo corría más lentamente y en donde sólo el sol era la medida del tiempo que separaba un día del resto. Ese domingo en que Tere recordó la tarde de costura y pensó que la cara del dado había golpeado y había aplastado a Tai con todo su peso. También recordó que, inocentemente, había pensado que comprarían más telas, que comprarían más botones, más agujas para remendar las tardes que vendrían. El presente era un hilo invulnerable tendido hacia el futuro, en línea recta. Había pensado que rumiarían la noche desde las escaleras mecánicas, que lo pasarían todo con coca cola, con naranjita hit, con frescolita, que apagarían en un vaso con hielo el fragmento de estrella que les ardía en la boca. Pero no se le ocurrió pensar que, según la física, en la noche algunas estrellas brillan, aunque estén ya apagadas, desde hace millones de años luz.
Tarde de costura
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2 comentarios:
Excelente, Dayana, qué gran talento y talante narrativo tienes, espero leer esa novela, y ese poemario, y ese libro de cuentos que, sé, compones con la precisión de un telescopio: mirar hacia las contelación de emociones de los personajes es tu poética. Un fuerte abrazo, apendicista.
mm
Gracias Morenza XD espero que nos veamos pronto! tenemos que cuadrar lo de las lecturas. Un abrazo.
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