Por Hugo Izarra (España)
Dejé atrás la ciudad como una cicatriz de cristal en la espalda y enfilé hacia Arizona por la estatal 40 en el desvío de Montara Road. Para cuando quise darme cuenta, había recorrido ya más de treinta millas sin enterarme. Estaba cruzando el desierto. El maldito desierto de Mojave a las cinco de la madrugada: La definición total de un desierto.
Llovía a ráfagas. El agua se mezclaba con el polvo formando una molesta cortina marrón, pegajosa e igual de espesa que el escupitajo de un gigantesco viejo tuberculoso. El coche entero era un escupitajo de barro. Tuve la impresión de estar viajando con una nube de flema sobre el capó destartalado.
La radio del coche viajaba en silencio por pura inercia. Acostumbrado a no tenerla, lo más fácil era ignorarla igual que al cenicero. La encendí por sentirme menos solo y también por despejarme un poco: Lo necesitaba. Llevaba casi un día entero sin descansar ni probar bocado. Y la promesa de un área de descanso donde poder hacerlo se presumía aún lejana e improbable. Un oasis de felicidad perdido en un océano de mierda.
Las marcas de pintura amarilla en el asfalto señalaban el camino de vuelta a casa. La dirección a Yuma. Cuando pisaba el acelerador a fondo se hacían una, como un rastro infinito de oro en la inabarcable inmensidad de la noche, invitándome maliciosamente a cerrar los ojos y dejar que el coche siguiese solo, igual que un jodido canto de sirenas. Sólo que en Mojave las únicas sirenas que sonaban eran las de las ambulancias y las del sheriff del condado. Y, en mis circunstancias, prefería no tener que oír ninguna de las dos.
Seguí conduciendo durante una hora, cabeceando como un borracho, saliéndome a ratos de la calzada. Con un ojo encima de la aguja del nivel del combustible, cada vez más temblorosa y cabizbaja. Si me quedaba sin gasolina allí, en pleno desierto, me podía dar por jodido. No vi más que un par de camiones en todo el trayecto. Ni un miserable coche. Ni una maldita casa dejada de la mano de Dios. Estaba yo y después estaba la nada.
Me recompuse al vislumbrar un infeliz cartelón empolvado, probablemente obsoleto, aunque eficaz, anunciando con timidez la distancia hasta la estación de servicio más próxima: National Trails Highway. Sesenta millas. Con un poco de suerte, llegaría.
Me encomendé a Satán y a todos los santos y recé una novena a San Patricio para que todo saliese bien por una puta vez y no me quedase tirado en medio de aquel desierto de arena y agua sucia. Y al parecer funcionó, porque el depósito aguantó el trayecto, renqueante, más por fe que por gasolina.
Reposté. Llené el tanque, muy satisfecho. Me hice a un lado en el arcén del área de descanso y me eché a dormir. Seguía lloviendo y aún no era de día.
Ya tendría tiempo de desayunar por la mañana.
Tarde o temprano tenía que suceder
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2 comentarios:
Bonito y me da gana de leir mas paginas!
Gracias por tus palabras.
Este fragmento que acabas de leer forma parte de la novela «Prohibido tirar de la anilla», que espero acabar un día de estos.
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